Contribución y reciprocidad: la moralidad asimétrica del poder global
La cumbre evidenció que la disputa por el financiamiento y la responsabilidad histórica no es un debate contable, sino ético.
La distribución asimétrica del poder —político, económico y tecnológico— influyó determinantemente para bloquear, una vez más, la articulación de soluciones equitativas.
La tensión vivida en Brasil confirma que buena parte del estancamiento en problemas crónicos como la inestabilidad financiera global, la desigualdad estructural, las crisis migratorias o el deterioro ambiental.
Radica en las presiones ejercidas por el poder concentrado para que los costos de la remediación se atomicen entre toda la humanidad y para que no se vea afectada la calidad de vida de las naciones, corporaciones o élites que más contribuyen al agravamiento de tales desequilibrios.
La concentración del poder de decisión y riqueza opera bajo una ley dura. Así como unos pocos países responden por la mayoría de las emisiones, un número análogamente reducido de agentes —sean estados hegemónicos, élites financieras o corporaciones transnacionales— concentra el control sobre los flujos económicos, la regulación política y la información.
El Principio de Pareto se manifiesta aquí con una dureza asombrosa, revelando un desequilibrio latente impuesto por esta arquitectura de poder.
Claramente, no existen ni los instrumentos en los sistemas de gobernanza y justicia ni las vías para alcanzar una distribución equilibrada y de largo plazo de los costos y beneficios involucrados en las soluciones requeridas para cada crisis global.
La Paradoja de la Irracionalidad Egocéntrica
Es entonces un asunto de moralidad política ubicado en el egocentrismo de lo irracional de los agentes actuantes que detentan el juego del poder.
Las acciones y los deseos egocéntricos son objetivamente irracionales cuando el agente sabe que el hacer o no hacer, si bien asegura un beneficio inmediato, perjudicará a largo plazo la estabilidad que sostiene su propio privilegio, afectando inevitablemente también a los que les preocupan y a muchos más.
Por mucho que así estemos acostumbrados, los deseos no son razones para actuar o abstenerse de hacerlo, tampoco los deseos pueden convertir las creencias egoístas en razones válidas para la civilización.
John Stuart Mill jamás imaginó que su teoría del utilitarismo, concebida como la búsqueda del mayor bien para el mayor número, sería retorcida hasta convertirse en una excusa para el egoísmo de unos pocos, donde el beneficio particular se impone sin importar los costos catastróficos dispersados hacia la mayoría de la sociedad global.
Ahora bien, debemos reaprender que lo que ocurre en algún lugar del mundo que atenta contra los valores y principios prudenciales se interpreta equivocadamente como una autorización moral para extender esa conducta al terreno de la normalidad, lo cual es inaceptable desde cualquier óptica que se le mire.
Esta peligrosa normalización de la inmoralidad socava el contrato social global: la violación exitosa de un principio de justicia por un actor poderoso es leída como una nueva norma permisible, destruyendo la reciprocidad y acelerando la inestabilidad.
Consecuencias y la Moralidad Prudencial
Cuando ocurre una perturbación regional o global —sea una crisis sanitaria, económica o geopolítica— los patrones de comportamiento del entorno mostrarán alteraciones en su capacidad para acomodar la vida humana.
Bajo el modelo de individualismo liberal, habrá ganadores y perdedores, lo cual concurrirá con la necesidad de aplicar medidas de mitigación del problema que les dio origen.
Esto significaría dividir al mundo en dos grandes grupos: el de aquellos que podrían encontrar algún tipo de acuerdo diseñado para "ganadores", y el del resto de los países, los "perdedores".
Los segundos quedarían a su libre albedrío, a sabiendas de que su autodestrucción estaría asegurada y de que su consecuencia directa —la migración masiva, la inestabilidad social o el colapso de los estados— también afectaría a los ganadores, rompiendo sus fronteras y sus estructuras de blindaje.
Las tensiones geopolíticas, impulsadas por el cambio de las proporciones de la producción y la riqueza en cada región, podrían conducir a regresiones muy relevantes en la convivencia de las naciones.
Los problemas globales que estaremos enfrentando no son meras disputas entre gobiernos. Interpretarlo así nos lleva a una negociación sin sentido donde las voces de la mayoría de la humanidad —aquellos que asumen los costos atomizados— no estarían sentadas.
Las soluciones factibles de los problemas serán viables en tanto reconozcamos que la ruptura del equilibrio social o natural que causemos es también fuente de daños y peligros para aquellos que nos preocupan y deseamos proteger.
Por lo tanto, implican instalar en nuestro sistema moral un código de justicia social y ambiental que le otorgue un peso específico a nuestro entorno y a la cohesión social en las creencias, los deseos y las razones de cada acción humana.
Lo que nos permitió evolucionar como sociedad fue la moralidad prudencial que nos condujo primero por el sendero del altruismo y la solidaridad.
Esta moralidad se basa en el reconocimiento racional de que el altruismo y la solidaridad no son meros actos de bondad, sino las únicas fuentes de cohesión social necesarias para la persistencia del linaje y la civilización.
Es un código de supervivencia que prioriza el bienestar colectivo como la mejor garantía del bienestar individual, sin estas dos cualidades heredadas, no se habría dado la unidad necesaria para todo lo demás que nos define.
Hoy, la política y la justicia deben regresar a estas bases morales originarias que han sostenido a las sociedades.
Si existe alguna intención real de sobrevivir a la incertidumbre y a las consecuencias del desequilibrio que hemos generado, debemos abandonar el modelo egocéntrico agotado e integrar este código prudencial de manera innegociable.
La tarea urgente, entonces, no es la invención de una nueva filosofía, sino la restauración de la conciencia prudencial en la toma de decisiones globales.
El poder concentrado debe enfrentar la paradoja auto-destructiva de su egoísmo, intentar "ganar" a corto plazo a expensas de la mayoría y del sistema global solo acelera el colapso que terminará por desmantelar su propio privilegio.
La única vía para la estabilidad a largo plazo —la única que protege a "aquellos que nos preocupan"— es la que reconoce que contribución y responsabilidad deben ser simétricas: quienes más han contribuido al desequilibrio y quienes concentran el mayor poder, deben asumir la mayor parte de la carga de la remediación.
El altruismo y la solidaridad, lejos de ser actos de caridad, son la matemática de la supervivencia de la civilización, el contrato social global no se renovará con la normalización de la inmoralidad.