Democracia sin derechos
El domingo habrá elecciones de jueces, magistrados y ministros.
Como ya han escrito dos expresidentes del IFE/INE y abundantes colegas, no será una elección democrática.
Por eso, esta columna cree que no hay que acudir a votar.
Esta recomendación genera críticas de dos tipos: las de abogados que creen que todos deberíamos defender a quienes están perdiendo su carrera en el Poder Judicial (y tienen algo de razón), y las de quienes no se convencen de que la democracia ya no existe en México.
Esta segunda crítica proviene de una confusión en los términos.
La mayoría de las personas, cuando habla de democracia, se refiere a un caso específico: la democracia liberal.
Este sistema político combina dos tradiciones diferentes: el acceso al poder mediante los votos (democracia) y la afirmación de que todos los seres humanos tienen igual dignidad (derechos humanos), que se traduce en un sistema de reglas aplicables a todos (Estado de derecho).
Esta combinación no es la única posible, y desde hace diez años ha crecido en el mundo la democracia iliberal, que elimina la segunda tradición, convirtiendo al sistema en uno plebiscitario.
Es este tipo de democracia la que los antiguos despreciaban, considerándola una versión defectuosa del “gobierno de muchos”, que terminaba en demagogia y tiranía.
Yascha Mounk analiza con detalle este conflicto contemporáneo entre democracia y liberalismo a nivel global, en El pueblo contra la democracia, y, hace unas semanas, Ezra Shabot se refirió al caso mexicano.
Efectivamente, México ha dejado de ser una democracia liberal desde 2024, aunque con señales previas.
Ya en las elecciones del año pasado no hubo reglas aplicables a todos, y el presidente intervino con declaraciones, acciones y con recursos del gobierno para garantizar el triunfo de su candidata.
Por si fuese poco, procedió después a alterar los resultados, con el aval del Tribunal Electoral, para darle a su coalición una mayoría calificada que no ganó en las urnas.
A eso le he llamado golpe de Estado, porque cae en la definición: obtener el poder de forma ilegal.
Con ese poder ilegalmente obtenido, se modificó la Constitución para eliminar todos los contrapesos restantes: organismos autónomos y, especialmente, el Poder Judicial.
De eso se trata la elección del domingo, y por eso me parece inconcebible legitimar el golpe de Estado acudiendo a las urnas.
En el libro mencionado, Mounk confronta la democracia iliberal (como la de Orbán en Hungría) con el liberalismo no democrático (que él asocia con la Unión Europea).
Mientras el primer sistema sigue los pasos que los griegos del siglo IV a.C. ya veían, rumbo a la tiranía de un demagogo, el segundo produce la dictadura de los tecnócratas.
Un caso interesante puede ser Trump, demagogo que viene acompañado de un grupo que, como los tecnócratas, se cree superior al resto e intenta imponer su visión del mundo: los tecnobrothers, los incels (célibes involuntarios) y varios otros iluminados.
En México, López Obrador construyó su carrera enfrentando el Estado de derecho y, por lo tanto, los derechos humanos.
La designación de Piedra en la CNDH es el mejor ejemplo.
Su objetivo era destruir el imperio de la ley (“no me salgan con que la ley es la ley”). Lo logró, y el domingo llegaremos a un punto de inflexión.
Sin Estado de derecho, sin reglas, queda sólo el uso de la fuerza.
El estado de naturaleza, en el que, decía Hobbes, la vida es “solitaria, pobre, repugnante, bestial y corta”.
Eso ya es cierto en varias entidades y, como si fuese humedad, la mancha crece día tras día.
El loco siguió este camino pensando en tener el monopolio de la violencia.