Dogma vs. Pragmatismo: los riesgos de la fusión entre poder terrenal y religioso
En el mismo sentido, el culto no debe imponerse como un asunto colectivo y mucho menos político.
No obstante, algunos pueblos han continuado con tradiciones originarias a sus civilizaciones que se incorporan en el manejo de diversos asuntos de interés social.
El sociólogo José Casanova (1994) sostiene que, desafiando la premisa clásica de la secularización, las religiones han reemergido en el ámbito público como actores políticos globales, lo que genera nuevas tensiones.
Algunos líderes de países del mundo actual han pronunciado enfáticamente como tema de interés político cuando inmigrantes de todo tipo de culturas pretenden influenciar a sus poblaciones hacia sus prácticas religiosas.
El caso más reciente es el de la primera ministra de Italia, Giorgia Meloni, que es católica y defensora de los valores tradicionales.
Su gobierno ha promovido activamente la defensa de los símbolos religiosos cristianos, como el crucifijo, ha expresado posturas firmes contra la inmigración musulmana, argumentando incompatibilidad entre la cultura islámica y los valores europeos, y su partido ha presentado proyectos de ley para proteger las tradiciones cristianas, incluyendo la prohibición del velo integral en lugares públicos.
Otro ejemplo es la compleja postura de Putin hacia los musulmanes, combinando el apoyo oficial y la integración estatal con una retórica que prioriza la unidad nacional y el control, mientras denuncia el extremismo religioso y la manipulación del islam por fuerzas externas.
Por un lado, el gobierno de Putin reconoce al islam como una parte fundamental de la cultura rusa, fomenta la educación religiosa islámica y mantiene una relación geo-estratégica con países musulmanes.
Por otro lado, Putin ha acusado a sus enemigos de usar el islam radical para desestabilizar Rusia y ha dejado claro que las minorías musulmanas deben adaptarse a las leyes y cultura rusas, sin privilegios especiales ni tolerancia hacia lo que considera "primitivo" en el islam.
Como lo antes mencionado, en los EEUU, más temprano que tarde habrán de evidenciarse como religiosas, las tensiones políticas entre Trump y el alcalde socialista recién electo para Nueva York de origen musulmán chiita.
Viene al caso recordar que vivimos en la edad de la ansiedad en la búsqueda de sentido, tema que atendió el ensayista, poeta y escritor Wyston H. Auden, quien se inspiró en la obra de Soren Kierkegaard así como en Paul Tillich.
En su obra La edad de la ansiedad (1947) analiza el dilema moderno del hombre de la sociedad contemporánea y presenta un punto de vista sobre la gente viviendo en esta época de tecnologización y virtualidad exagerada.
Bajo la influencia de esta ansiedad, de la decadencia de los valores espirituales y morales, de su relativización, del pluralismo, la secularización, la amenaza de los derechos humanos fundamentales del hombre, la sobreestimación de la libertad personal, del individualismo y la formación de los así llamados juegos lingüísticos, el hombre en el tercer milenio se siente en una “encrucijada” o, según varios futurólogos y pronósticos escépticos, en un callejón sin salida.
El filósofo francés Paul Virilio, como uno de muchos, defiende su reflexión crítica de la época con los síntomas identificados de la “guerra total que la cultura lleva contra sí misma”.
Es fácil ante esta coyuntura pretender regresar al camino espiritual a través de la reexpresión del dogma religioso como única fuente de la espiritualidad y tratar de vincular lo terrenal a lo religioso.
La "edad de la ansiedad," marcada por la decadencia de los valores espirituales tradicionales, a menudo no conduce a un vacío, sino a la sustitución.
Como lo desarrollaron teóricos como Eric Voegelin y Emilio Gentile, los movimientos totalitarios del siglo XX —el fascismo, el nazismo y el estalinismo— se constituyeron como "Religiones Políticas" o "Religiones Seculares".
Aunque ateas o antirreligiosas en la superficie, estas ideologías adoptaron la estructura del dogma, prometieron salvación terrenal, declararon infalibilidad a sus líderes y, crucialmente, criminalizaron a los disidentes como herejes.
Ese fenómeno demuestra que el verdadero peligro radica en la inflexibilidad y la rigidez excluyente del Dogma, sea este religioso o ideológico-político.
Cuando cualquier forma de verdad absoluta (sea teológica o secular) se fusiona con el poder coercitivo del Estado, el resultado es siempre la anulación de la razón pragmática y la violencia contra la conciencia individual.
La historia es un cementerio de imperios que intentaron gobernar con un símbolo religioso en una mano y una espada en la otra. Desde el Califato hasta el Sacro Imperio Romano Germánico, la mezcla de poder político (terrenal) y autoridad religiosa ha sido consistentemente una fuente de inestabilidad, violencia y estancamiento social.
En la actualidad, esta vieja controversia resurge, manifestándose tanto en teocracias globales como en la retórica polarizante de las democracias occidentales. Revivir esta fusión de poderes implica riesgos profundos para la gobernanza moderna y la convivencia.
La crítica histórica central, que resuena desde la Edad Media, se enfoca en el choque fundamental entre el dogma y el pragmatismo.
Ya en el siglo XIV, el teórico político Marsilio de Padua, en su obra seminal Defensor Pacis (1324), articuló una crítica fundamental que aún resuena: la única fuente legítima de la ley es el pueblo (universitas civium), y la Iglesia no posee ninguna autoridad coercitiva independiente del Estado.
Para Marsilio, la paz social dependía de despojar a la jerarquía religiosa de su pretensión de plenitud de poder (plenitudo potestatis), ya que esta doble lealtad es la principal causa de la discordia. Este argumento establece una lección inmutable.
Para lograr una gobernanza efectiva y estable, la autoridad civil debe monopolizar la ley y la fuerza, dejando el dogma sin el recurso de la espada.
En la edad media, el punto álgido de esta lucha se personificó en el papado de Inocencio III, quien afirmó la supremacía pontificia sobre los reyes y nobles.
Esta disputa no era solo por la distribución de tierras o impuestos, sino sobre la fuente última de la ley y la moral.
Cuando el poder religioso ejerce la soberanía, se restringe el análisis empírico, Los problemas materiales (como la pobreza, la infraestructura o las plagas) requieren soluciones flexibles, experimentación y análisis empírico.
El dogma, por su naturaleza, es inmutable, intentar solucionar la desigualdad económica con mandatos teológicos, o la crisis climática con interpretaciones de textos sagrados, anula la capacidad de adaptación y el consenso que requiere una comunidad diversa.
La mayor amenaza de la teocracia es la conversión de la disidencia política en herejía, como se vio en la Cruzada Albigense contra los cátaros, la diferencia ideológica se resuelve con violencia, al no existir un marco secular que proteja la libertad de conciencia y el debate.
La única solución discernible es la eliminación del disidente, lo que conduce a un ciclo de violencia sin fin.
Irán como Paradigma.
Hoy, el riesgo de esta fusión no es hipotético, sino un modelo estatal activo, la República Islámica de Irán, regida por la doctrina chiita del Vilayat-e Faqih, es el ejemplo contemporáneo más claro de un sistema donde la autoridad última reside en un jurista religioso.
En este modelo, el dogma chiita no solo guía la moral, sino que controla la economía y la geopolítica, el Líder Supremo y las estructuras religiosas supervisan instituciones económicas clave (bonyads, corporaciones económicas exentas de impuestos que controlan una parte sustancial de la economía iraní, abarcando casi todos los sectores), mezclando el poder espiritual, político y económico de manera opaca.
El resultado, como en la historia medieval, es un sistema que lucha por resolver problemas materiales de manera eficiente, favoreciendo la rigidez ideológica sobre la prosperidad pragmática.
La principal implicación es la exportación de la doctrina: la teocracia iraní empodera a movimientos regionales (como Hezbollah) que también fusionan milicia, política y religión, desestabilizando las frágiles estructuras seculares de sus países y reviviendo las "cruzadas" internas.
El peligro en Occidente no es la teocracia, sino la instrumentalización de la identidad religiosa (o étnica) para justificar la polarización política.
El ascenso de figuras como Sadiq Khan en Londres (musulmán) o Zohran Mamdani en Nueva York (musulmán y socialista) expone las viejas controversias a través de la retórica.
La oposición, como se vio en las críticas de Donald Trump, intenta deliberadamente vincular la identidad religiosa a un extremismo político (sea islamismo o socialismo) para activar los temores culturales del electorado.
La controversia se desvía de los problemas esenciales, en lugar de debatir las políticas seculares de Mamdani (como el control de alquileres o los impuestos progresivos), el foco se desplaza a su linaje o sus posturas geopolíticas.
Esto obliga a los políticos de minorías a gastar energía defendiendo su lealtad secularen lugar de gobernar con pragmatismo.
Cuando la identidad se convierte en la principal excusa para la oposición, el debate se degenera en un conflicto de bandos ("nosotros contra ellos"), dificultando la búsqueda de soluciones consensuadas para la pobreza y la desigualdad, problemas que, por definición, requieren el concurso de comunidades enteras y recursos materiales coordinados.
En última instancia, el presente nos exige reconocer las lecciones del pasado.
La fusión de lo sacro y lo terrenal, desde los imperios teocráticos hasta la instrumentalización identitaria en Occidente, demuestra la incapacidad del dogma inmutable para responder a los desafíos pragmáticos de la desigualdad, la infraestructura y el pluralismo social.
La "edad de la ansiedad" que Auden y Tillich identificaron, esta búsqueda de sentido en la incertidumbre, no debe resolverse regresando a la rigidez teocrática o a la polarización excluyente.
El rol del liderazgo político en el siglo XXI no es proveer consuelo espiritual, sino garantizar la estabilidad, la justicia y el bienestar material.
Por ello, la vía para construir sociedades justas, estables y verdaderamente libres es una sola.
Exigir a todos los líderes, independientemente de su credo personal, que basen sus decisiones en el análisis laico, el consenso civil y el bien común material de todos los ciudadanos, dejando el dogma donde pertenece.
Een la esfera sagrada y privada.