El luto humano: las inundaciones
Así escribía José Revueltas en El luto humano, aquella novela nacida en los años cuarenta, cuando el país aún creía en las promesas de una Revolución que pronto se volvería pantano.
Revueltas no narraba solo una inundación: contaba el hundimiento moral de un pueblo abandonado, de los campesinos que quedaron a merced del lodo y de un cielo que ya no respondía a las plegarias.
Su lluvia era más que agua: era condena, castigo y espejo.
Hoy, más de sesenta años después, la historia vuelve a desbordarse.
México se inunda otra vez.
Las presas revientan, los ríos se desbocan, los cerros se deslizan sobre casas frágiles que resisten lo que pueden.
En particular en el estado de Veracruz, en ciudades como Poza Rica, Álamo… la furia del agua ha borrado caminos y vidas.
Las cifras oficiales —muertos, desaparecidos, damnificados— se pronuncian con frialdad burocrática, pero detrás de cada número hay un rostro cubierto de barro, un silencio que ahoga.
Desde el aire, los pueblos parecen pequeñas islas en un mar pardo.
Desde abajo, el miedo tiene el mismo rostro que en la novela: el del campesino subido al techo, mirando cómo la corriente se lleva la historia de su familia.
El luto humano sigue siendo el mismo, solo que ahora lo vemos en pantallas, lo oímos en noticieros, lo leemos entre los escombros.
Y entonces la pregunta de Revueltas resuena: ¿estamos condenados a repetir el mismo naufragio?
Porque el desastre, una vez más, no es solo natural.
La lluvia es la misma, pero el abandono ha cambiado de nombre.
El escritor hablaba de la presa rota; nosotros hablamos de corrupción institucionalizada, de licitaciones amañadas, de ríos desviados por intereses privados.
En el fondo, es el mismo pecado: la negligencia que cuesta vidas.
Los puentes colapsados y las obras de mala calidad son los nuevos epitafios de la Revolución traicionada.
El régimen cambió de rostro, pero el olvido sigue siendo el mismo escenario donde viven los más pobres.
Hoy, al mirar las imágenes de las recientes lluvias, pienso en esa misma desesperanza que Revueltas escribió con tinta de lodo.
El país entero parece otra vez a la intemperie, buscando techo, buscando sentido.
Y aunque el discurso oficial prometa rescates, reconstrucciones y justicia, la herida sigue abierta: somos un pueblo que no ha aprendido a proteger a los suyos.
Y mientras la lluvia sigue cayendo —en los tejados, en los cuerpos, en los muertos—, uno no puede evitar pensar que seguimos viviendo dentro de aquella novela.