La caída del Rey Malolín

El rencor y la amargura con la que inició su reinado estaba a punto de devorarlo.
El Rey Malolín sabía que su tiempo se terminaba y no había podido cimentar sus deseos de convertir a Mexicolandia en una nación donde, aún después de muerto, se le adorara como el más grande monarca de todos los pueblos de mundo.
La rebelión, casi clandestina, había comenzado unos meses después de haber sido coronado al dar a conocer sus verdaderas intenciones de esclavizar a sus gobernados para perpetuarse en el poder y así vengarse de quienes en el pasado lo habían ofendido y humillado cuando era, se lo habían dicho los oráculos, el elegido del Altísimo.
La furia dominaba su espíritu

No iba a salir del Palacio que despedía, de día y noche, destellos brillantes del oro con que habían tallado muebles, marcos y enormes lámparas que ante sus ojos eran gigantescas arañas que lo protegían de los enemigos, fracasado.
El Rey Malolín quería dar el último golpe a los rebeldes que con sus constantes mentiras y chantajes ya no pudo manipular.
De pie frente al retrato de su antecesor que admiraba, Benito Juárez, el Rey Malolín le pedía sabiduría para enfrentar al pueblo que estaba a punto de derribar las pesadas puertas del Palacio para sacarlo y juzgarlo a media plaza por su alta traición.
Con las manos atrás de la espalda y los dedos entrecruzados repetía, sin importar lo escucharan sus lacayos, que los rebeldes neoliberales no se saldrían tan fácilmente con la suya, los iba a castigar con la rudeza y perversidad con que reinó Mexicolandia.
El odio en sus ojos parecía fulminar el retrato de su héroe

Las carcajadas esquizofrénicas del Rey Malolín sacudían a su servidumbre que huía despavorida ante la posibilidad de ser “presas” de su venganza.
Necesitaba con urgencia quien le cubriera las espaldas para no ser decapitado en plena plaza y ante la mirada de sus víctimas.
Recordó que entre sus mayordomos y chambelanes estaba una hechicera que le había servido con tal lealtad que se había hecho a su semejanza.
¡Sí! Claudián como se llamaba la mujer, era la más adecuada para salvarlo del destierro vergonzoso o de ser llevado a la prisión de Palacio para terminar confinado en la más completa soledad.
Otra grotesca carcajada salió de su garganta.
Se alejó del retrato que por largos minutos había observado en espera de una respuesta de quién podría vengarlo y de inmediato reunió a todos los que esperaban sucederlo en el trono:
