

León XIV tendría mucho que enseñarle a Claudia Sheinbaum.
El nuevo Papa mostró de inmediato su propia personalidad y estilo al tiempo que rendía homenaje y agradecimiento a su antecesor.
“El Rey ha muerto, viva el Rey” o “El Papa ha muerto, viva el Papa” es el dictado para dejar claro que un liderazgo no debe permanecer acéfalo, que la marcha de un país, o de una Iglesia, no puede detenerse.
El homenaje es válido, como lo es el luto, no es funcional tratar de hacer de un gobierno un homenaje permanente, una simple continuación, un segundo piso.
Los títeres no son líderes porque sus hilos, y quien los maneja, son evidentes tanto para participantes como espectadores.
Un esclavo puede romper sus cadenas, pero también están aquellos que las alzan para que nadie dude sobre su sujeción y obediencia.
Los subordinados nunca inspiran respeto, menos aquellos que presumen serlo.
No se puede pretender estar al mando cuando se sabe que otro lo ejerce.
Sheinbaum lleva ya siete meses presumiendo que no es presidenta.
¿No quiere o no puede?
Al parecer es lo primero.
No ha hecho nada hasta ahora para mostrar independencia, no ha aflorado la menor señal de rebeldía.
Aquello en lo que se ha desviado de los sagrados cánones del obradorismo ha sido impuesto por circunstancias inevitables.
El ejemplo más evidente es Donald Trump, a quien no se podía seguir vendiendo la política de abrazos en lugar de balazos y menos, si cabe, la tan evidente mentira de que en México no se produce fentanilo.
El rápido despacho de decenas de narcotraficantes a tierras estadounidenses fue el más obvio tributo ante la nueva realidad, aparte del imperativo de tener que combatir a un crimen más fuerte y organizado ante la claudicación del Estado cuando lo encabezaba el licenciado.
Pero Claudia ensalza el cochinero que le dejaron en materia de seguridad, no se queja.

