

Mientras el pitcher Ohtani, de los Dodgers, lanzaba la pelota pensé en ti, papá.
Y, sin saber por qué, recordé aquella pelota autografiada que aún guardamos.
La que descansa sobre una copa de cristal, con sus letras medio borradas por el tiempo.
¿Te acuerdas, papá, de cómo te la firmaron?
Siempre he querido saber.
No era del primer equipo que fuimos a ver juntos, en el parque Cuauhtémoc.
Ahí jugaban los Sultanes de Monterrey.
El estadio era de madera, y cuando golpeábamos las gradas con los pies, para apoyara a Los Sultanes, parecía que el estadio se iba a caer.
Entre polvo, risas y olor a semillitas tostadas, aprendí lo que era el béisbol: una manera de estar contigo, de entender el mundo en nueve entradas.
Tampoco era del otor equipo en que nos llevabas por carretera a toda la familia en tu coche Ford LTD, de color café, a ver a los Saraperos de Saltillo, los eternos ya mérito, los que rozaban la gloria sin alcanzarla.
Pero te quiero contra que muchos años después de tu partida los Saraperos, por fin, fueron campeones.
Ahí estaba yo, junto a Gabriel, mi hermano, el mismo que siendo un pequeño se ponía a bailar en el pasillos del estadio con la música que tocaban entre entrada y entrada.
Cuando cayó el último out, el estadio tembló.
Y yo pensé en ti.
En esa la pelota.






