

Van de la violencia reiterada y grave, como la matanza sin fin de Sinaloa o el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, a las calamidades sorpresivas, como las lluvias que inundan ciudades, la protesta de los productores de maíz o la cancelación de los vuelos internacionales del AIFA.
El gobierno tiene grandes poderes legales y casi autocráticos, pero pocos poderes efectivos para enfrentar los problemas que le salen al paso.
Es una vieja historia mexicana: gobiernos débiles con apariencia de ser muy fuertes.
Mejor dicho: gobiernos fuertes para las pequeñas cosas, como robar, dar concesiones y contratos, perseguir enemigos o perdonar amigos.
Pero débiles para transformar virtuosamente el país, para generar bienes públicos, crecimiento sostenido, igualdad, seguridad, legalidad y libertades duraderas.
Gobiernos capaces de lo que dice el párrafo anterior no han existido muchos en la historia, ni por mucho tiempo.
Lo más cercano que hay serían, pienso yo, los gobiernos de la Europa socialdemócrata del siglo XX.
Pero es por su capacidad para acercarse al modelo descrito como podemos medir la utilidad y el verdadero poder de los gobiernos.






