
Ahora sí, aquí va el II. ¿Arre? ¡Arre!
El 9 de julio de 1961, Gabriel García Márquez escribió:
“Hemingway no parecía pertenecer a la raza de los hombres que se suicidan.
En sus cuentos y novelas, el suicidio era una cobardía, y los personajes de sus escritos eran heroicos por su temeridad y valor físico”.
A primera vista, el suicidio de Hemingway fue una especie de contradicción.
De algún modo podría ser verosímil un suicidio en Kafka, Dostoyevski, Nietzche, Norman Mailer o en Scott Fitzgerald, pero no en Hemingway.
Las causas de su suicidio radicaron en miedos profundos anidados en su precaria infancia. Desarrolló una fachada defensiva. Siempre parecía estar peleando, a veces contra él mismo.
Pasaba con facilidad, de la alegría a una profunda melancolía y tenía fuertes explosiones de irritabilidad, incluso con quienes más quería.
El péndulo en su sistema nervioso oscilaba entre la megalomanía y la melancolía.

Cartas reveladoras
En 1923 escribió a Gertrude Stein: “Por primera vez entiendo cómo un hombre puede suicidarse por tener tantas cosas con las que debe cumplir y que no sabe por dónde empezar’”.
Doce años después le escribió a Archibald MacLeish: “Me gusta mucho la vida, tanto que será un gran disgusto cuando tenga que dispararme a mí mismo”.
En 1954 le envió a Ava Gardner una carta tremendamente reveladora: “Aunque desconfío de los análisis, creo que gasto todo este infierno matando las ideas de otros para de ese modo no matarme a mí mismo”.
Su constante sometimiento a aventuras que podrían costarle la existencia, fueron de algún modo, mecanismos para aferrarse a la vida.
Por supuesto, algún día, esos mecanismos tendrían que fallar.






