


Claudia Sheinbaum siempre presume las victorias como propias y las derrotas como ajenas.
Con casi un año como presidenta ha mostrado claramente que carece de ese elemento esencial de un gran gobernante: el reconocimiento de los errores propios para así corregir y evitar repetirlos.
En el pináculo del poder político, busca los aplausos y evita enfrentar su responsabilidad ante los problemas que causa.
Su escondite más socorrido es el pasado, una estrategia complicada porque además debe evitar a toda costa el campo minado que representa el periodo en que su padre político era presidente.
En su versión, la herencia que recibió fue gloriosa y no pierde oportunidad de cantar las alabanzas de su valedor, aquella anterior a 2018, en cambio, merece todas sus críticas.
Las piruetas cronológicas que se ve obligada a realizar muestran ese dilema permanente que no puede resolver.






