Retórica populista o autodestructiva?
Todo esto ha llevado a una inconformidad de las comunidades que ha sido explotada por discursos esencialmente demagógicos que ofrecen soluciones mágicas para casi todo.
En todos los países se deja sentir la manipulación de la democracia para acceder al poder por todas las tendencias ideológicas y cuando lo hacen, de inmediato profundizan la polarización política de las sociedades con el propósito de consolidarse en el control de los gobiernos y el suceso de cada nación.
Son demasiados los asuntos geopolíticos resueltos con soluciones incompletas y poca visión de futuro que ahora las colisiones resultan tan inevitables como absurdas.
La preservación de los espacios de dominio incentivan la violencia en un mundo donde ningún país puede sobrevivir sin el intercambio y el libre flujo de capitales. Solo a manera de muestra, la tensión entre la UE y Rusia aumenta pero sin dejar el abasto de gas ruso. China y los EEUU entran al juego de amenazas mutuas pero siguen comerciando.
Al crimen organizado se le convierte en narcoterrorismo pero los seres humanos continúan auto degradándose a través de los estupefacientes en los que va la vida de miles de por medio.
A menudo, la justificación de la violencia en el Medio Oriente y la perpetuación de conflictos complejos se enmascara en una retórica que apela a narrativas históricas o religiosas, presentándolas como luchas binarias entre el bien y el mal.
Esto permite a líderes y a sus gobiernos justificar acciones que, en el fondo, están motivadas por intereses energéticos, estratégicos o de control territorial.
La narrativa se simplifica a tal grado que el espectador global ve una "guerra justa" o una "defensa necesaria", ignorando las décadas de juego de intereses y las alianzas cambiantes.
El mundo requiere de crecimiento económico para dispersar la riqueza y el empleo, lo cual se logra principalmente a través de la confianza y la cooperación.
Sin embargo, la retórica populista actúa en sentido contrario, impulsando amenazas mutuas, guerras comerciales y confrontaciones que erosionan la seguridad y desalientan la inversión.
Este ciclo autodestructivo sacrifica el bienestar a largo plazo en aras de ganar una ventaja política inmediata.
Por sobre todo este embrollo en que hemos convertido al mundo moderno se alza con renovados bríos el estilo narrativo populista para recrear esperanzas con estrategias equivocadas y francas mentiras como estandarte.
El poder, a lo largo de la historia, ha buscado cautivar a las masas con narrativas y discursos que logren una posición de fuerza y permitan ejercer un control sostenido.
Desde los mitos fantásticos de las civilizaciones antiguas hasta las promesas seductoras de la era moderna, el objetivo ha sido el mismo: endulzar el oído del público para ganar su adhesión.
En este contexto, el populismo se erige como una herramienta preferida que simplifica problemas complejos y ofrece soluciones aparentemente sencillas y universales.
La esencia del discurso populista radica en su uso de un lenguaje llano, cercano a las comunidades, para proponer soluciones a problemas que nadie consideraría indeseables.
¿Quién podría oponerse a acabar con la pobreza a través de la justicia social o a engrandecer la patria legada por nuestros héroes? La retórica se basa en la apelación a nobles ideales y a un futuro inobjetablemente mejor.
Abundan los buenos deseos y las promesas de prosperidad, pronunciadas por líderes de todo tipo en escenarios globales.
El problema surge cuando se pasa del "qué" al "cómo", aquí es donde la retórica populista se desvanece ante la realidad.
Mientras que la economía real se basa en la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios—un sistema donde toda acción tiene una causa y un efecto—la narrativa populista ignora las consecuencias.
Permite la fantasía de repartir una riqueza que aún no se ha creado, de subir salarios sin que aumenten los costos, o de elevar impuestos sin afectar la inversión.
Por ejemplo, la promesa de imprimir dinero sin control para financiar gastos sociales, una estrategia recurrente en países como Argentina o Venezuela, demuestra cómo la creencia de que se puede generar prosperidad sin producción real conduce a una espiral de inflación e inestabilidad económica que afecta directamente a los más vulnerables.
Este tipo de pensamiento simplista y desvinculado de la causalidad económica real no solo es mediocre, sino también peligroso.
La mediocridad y el populismo son parientes cercanos.
La primera se distingue al recurrir a soluciones ya probadas como inútiles, mientras que el segundo utiliza esta superficialidad para acelerar el retroceso.
La evidencia empírica, a pesar de su contundencia, no tiene peso frente a esta mentalidad, el sesgo cognitivo se convierte en la norma, permitiendo que la retórica populista siempre encuentre un enemigo o un chivo expiatorio para justificar los resultados indeseables.
Un ejemplo claro de esto es el discurso del enemigo externo, donde la culpa de problemas económicos o sociales se atribuye a inmigrantes, potencias extranjeras o élites globales.
Esta estrategia desvía la atención de la mala gestión interna y consolida el apoyo de los seguidores al crear un "nosotros contra ellos".
Como un sistema interconectado, un cambio en una de sus partes se propaga al resto del cuerpo social, pero el populista siempre encontrará un responsable externo para los efectos nefastos.
La retórica populista, aunque políticamente efectiva para ganar adeptos, carece de la sustancia necesaria para gestionar la realidad; sus promesas, tan atractivas en el discurso, no pueden alimentar a las familias ni construir una economía sostenible.
Mientras el populismo se contenta con ofrecer ilusiones y buscar culpables, la sociedad se enfrenta a la cruda realidad de que las soluciones duraderas requieren de pensamiento riguroso, responsabilidad y, sobre todo, un reconocimiento de que toda acción tiene una consecuencia tangible. Como lo demuestra la historia, el discurso por sí solo no puede sostener una nación.
Nos guste o no, la humanidad es una sola y estamos obligados a no caer en la tentación cortoplacista; como señaló el filósofo español Ortega y Gasset: "La vida nos es dada, pero no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya".
Es nuestra responsabilidad extender nuestra visión más allá de nuestra generación y recuperar el respeto mínimo indispensable por aparatos como la democracia y el diálogo, en busca de un futuro que no sacrifique las oportunidades de los próximos cientos de años.