Deterioro y desintegración
No hay duda de que la economía nacional está en malas condiciones.
Aunque las cuentas con el extranjero impidieron cifras negativas en los dos primeros trimestres del año, tanto el consumo como la inversión han caído.
Del primero, hay algunas señales de recuperación desde abril, pero es otra vez un impacto externo: el dólar se ha abaratado, y el consumo de bienes importados ha crecido por eso.
El fenómeno se ha concentrado en bienes importados duraderos, como era de esperarse, provocando una ligera mejoría en la confianza del consumidor, especialmente en la posibilidad de adquirir dichos bienes.
La inversión sigue desplomándose, aunque también ahí se nota el efecto del dólar más barato, las importaciones de bienes de capital no se recuperan, pero caen menos.
Las adquisiciones de bienes de capital nacionales han seguido frenándose, y el dato de julio de ventas de camiones fue espantoso, la próxima semana conoceremos el de agosto, ojalá sea mejor.
El empleo formal también ha dejado de crecer, y la masa salarial total, ahora calculada por INEGI, lleva tres trimestres de caída.
Por eso, aunque parezca que el PIB crece, en realidad casi todos estamos un poco peor, exceptuando aquellos que exportan, especialmente los que se dedican a la electrónica.
Pero este deterioro continuo de la economía no es una crisis profunda, y por tanto no implica un riesgo mayor para el gobierno, es una suerte para ellos, porque si lo fuese, no podrían enfrentarlo.
Para evitar problemas con los mercados financieros, Hacienda está concentrada en controlar el déficit, aunque sea a costa de terminar la destrucción de la infraestructura y la provisión de servicios públicos.
Esa destrucción se suma al deterioro de la economía para generar una sensación de crisis, pero no es de una magnitud que ponga en riesgo al gobierno, insisto.
Creo que es conveniente aclararlo porque hay muchas personas que, con esa tendencia a lo inminente que tanto nos gusta, piensan que el gobierno que no les gusta puede caer en cualquier momento.
Creo que así también se leyeron las dos colaboraciones de esta semana, en las que enfatizamos la dependencia que ahora tiene el gobierno de la fuerza. Hubo quien leyó en ellas una posibilidad de reclamo airado, o incluso un levantamiento. Nada de eso está en el horizonte.
El problema de la destrucción del Poder Judicial es la inexistencia de instrumentos para resolver disputas entre particulares, lo que significa un creciente riesgo de violencia entre ellos:
cierres de calles, invasión de predios, enfrentamientos, que elevarán las presiones a los gobiernos (locales, estatales, federal). Igual que en el caso de la economía, eso no pone en riesgo al gobierno, pero lo desgasta.
Aunque la mitad de los mexicanos no estén a gusto con este gobierno, y hayan votado en su contra, la idea de que ocurra algún evento que lo derrumbe no es ni buena ni probable.
No estamos ni frente a una crisis económica profunda ni frente a una pérdida total de legitimidad, por lo que la inminencia es un absurdo.
Pero esperar el derrumbe de un gobierno tampoco es buena idea, mucho menos cuando no hay nadie listo para recoger los pedazos.
Creo que es claro que no existe una oposición formal con el tamaño para ello, pero tampoco existe manera de organizar a todas las corrientes que no están a gusto.
Precisamente por eso pudieron obtener poco más de la mitad de los votos el año pasado, ya no necesitarán eso cuando reformen el sistema electoral, de forma que tampoco es realista esperar un reemplazo para entonces.
Estamos en un proceso de deterioro y desintegración, no tengo duda, pero no de inminente desplome.