Cuando el Sentido Común Dejó de Ser Común
La lógica perdida en la política y la ciudadanía
Ese instinto básico que guía las decisiones humanas más razonables y honestas, parece haber sido desplazado por el ruido del cálculo político, el “fast track” mediático y la indiferencia social.
Hoy, la política estatal transita entre impulsos y ocurrencias.
Las decisiones se anuncian como si fueran campañas, los problemas se gestionan como si fueran “trending topics”, y los acuerdos se rompen o se sellan no con base en el bien público, sino en la conveniencia del momento.
La congruencia, la planeación y el interés colectivo han sido sustituidos por una especie de marketing del poder, donde importa más cómo se percibe algo que lo que realmente se logra.
Pero lo más alarmante es que la ciudadanía también ha aprendido a normalizarlo.
Se perdió la capacidad de asombro frente al absurdo político.
El “ya da igual” se convirtió en un refugio emocional para muchos, y este es, quizás, el síntoma más claro de que el sentido común está extraviado.
El espejo social de la incongruencia
El deterioro del sentido común no sólo ocurre en los pasillos del poder.
También se refleja en la calle, en la conversación diaria, en la dinámica digital.
Nos hemos acostumbrado a reaccionar más de lo que razonamos.
Opinamos sin información, compartimos sin verificar, y votamos con más emoción que convicción.
Mientras tanto, las decisiones estructurales (las que realmente definen el rumbo de nuestro estado) se toman sin participación informada y sin presión ciudadana consistente.
El ciudadano común, el que trabaja, paga impuestos y sostiene la economía del estado, comienza a sentirse ajeno y desconectado del sistema político.
Intuye que algo no encaja, pero no encuentra quién represente con claridad la voz de la sensatez.
La conversación pública se ha vuelto una competencia de extremos: o se aplaude sin entender, o se destruye sin proponer.
Y así, el sentido común (esa brújula cívica que nos decía cuándo algo estaba bien o mal sin necesidad de discursos) ha quedado fuera del radar colectivo.
Nuevo León: el laboratorio del desencuentro
Nuevo León ha sido históricamente un estado de trabajo, innovación y sentido práctico.
Sin embargo, hoy parece atrapado en una paradoja: mientras “presume” según esto primeros lugares en todo, se empobrece su cultura política.
Tenemos empresarios sin visión social, líderes sin vocación pública y ciudadanos cada vez más críticos, pero menos involucrados.
La política se volvió un ring de egos, la ciudadanía un público confundido y la razón común un recurso escaso.
En este contexto, hablar de sentido común no es apelar a lo obvio; es invocar lo esencial: la capacidad de pensar con lógica, actuar con coherencia y decidir con ética.
No hay modelo económico ni estrategia de desarrollo que pueda sostenerse cuando el principio más simple (el de hacer lo correcto porque es lo correcto) se abandona.
El punto de inflexión
El momento que vive Nuevo León es determinante.
Las próximas decisiones políticas y sociales, sumado al proceso electoral no sólo definirán proyectos de gobierno, sino también el tipo de ciudadanía que queremos ser.
El llamado es urgente: debemos reencontrar el equilibrio entre la exigencia técnica y la inteligencia emocional, entre la planeación y el sentido humano, entre la política y la ética.
Recuperar el sentido común no es una consigna romántica, es una estrategia de supervivencia democrática.
Porque sin él, no hay rumbo posible.
Sin él, todo esfuerzo público se convierte en simulación.
Se requiere de manera urgente: volver a pensar
Recuperar el sentido común exige un cambio cultural profundo.
Significa volver a cuestionar lo absurdo, exigir transparencia sin simulación, participar con argumentos y, sobre todo, no dejar que la indignación se convierta en indiferencia.
La verdadera transformación no comienza en los discursos de poder, sino en la conciencia del ciudadano que decide no callar, pero tampoco repetir lo que todos dicen.
El sentido común no se decreta: se practica.
Se construye cuando una sociedad decide pensar con claridad, actuar con congruencia y exigir con inteligencia.
Porque, al final, la única revolución que verdaderamente transforma es la del pensamiento lúcido: la que entiende que, sin sentido común, no hay justicia, no hay orden y no hay futuro.