Papá, el béisbol y el Día de Muertos
Mientras el pitcher Ohtani, de los Dodgers, lanzaba la pelota pensé en ti, papá.
Y, sin saber por qué, recordé aquella pelota autografiada que aún guardamos.
La que descansa sobre una copa de cristal, con sus letras medio borradas por el tiempo.
¿Te acuerdas, papá, de cómo te la firmaron?
Siempre he querido saber.
No era del primer equipo que fuimos a ver juntos, en el parque Cuauhtémoc.
Ahí jugaban los Sultanes de Monterrey.
El estadio era de madera, y cuando golpeábamos las gradas con los pies, para apoyara a Los Sultanes, parecía que el estadio se iba a caer.
Entre polvo, risas y olor a semillitas tostadas, aprendí lo que era el béisbol: una manera de estar contigo, de entender el mundo en nueve entradas.
Tampoco era del otor equipo en que nos llevabas por carretera a toda la familia en tu coche Ford LTD, de color café, a ver a los Saraperos de Saltillo, los eternos ya mérito, los que rozaban la gloria sin alcanzarla.
Pero te quiero contra que muchos años después de tu partida los Saraperos, por fin, fueron campeones.
Ahí estaba yo, junto a Gabriel, mi hermano, el mismo que siendo un pequeño se ponía a bailar en el pasillos del estadio con la música que tocaban entre entrada y entrada.
Cuando cayó el último out, el estadio tembló.
Y yo pensé en ti.
En esa la pelota.
Aquella pelota —la que todavía brilla en la memoria— no era de los Sultanes, ni de los Saraperos.
Era de los Diablos Rojos del México, campeones de 1976. Tenía las firmas de los grandes: Héctor Espino, Benjamín “Cananea” Reyes, y otros nombres que se leen como plegarias sobre el cuero amarillento.
¿Pero porque de Los Diablos Rojos?
Esta noche, mientras los Dodgers y los Azulejos se juegan la historia en Toronto me pregunto ahora:
¿A quién le ibas tú en las Grandes Ligas, papá?
Quizás a los Yankees, o tal vez —sin saberlo yo— a estos Dodgers que hoy buscan su redención.
Por mi parte, voy con Toronto. Ahí estudié inglés, vi mis primeros juegos de Grandes Ligas, aquí descubrí que el béisbol también podía ser un idioma para la nostalgia.
Deja te cuento que en la ultima jugada un mexicano Alejandro kirk, tenía la posibilidad de darle el triunfó al los Azulejos, pero sin embargo bateo para “la doble matanza”.
Y, los Dodgers alzaron el trofeo, sentí algo extraño, una sacudida suave, como si tu voz se filtrara entre el estruendo del público:
Si le voy a los Dodgers.
Era primero de noviembre, el umbral del Día de Muertos.
El mismo día en que nació Fernando Valenzuela, mexicano que jugo con los Dodgers aquel pitcher sensación que tú no llegaste a ver; y también el cumpleaños de mamá, de doña Julia.
El destino, tan puntual, cerró su círculo en el diamante.
Esta noche me dormiré con el murmullo del estadio en la memoria.
La pelota autografiada sigue ahí, como un testigo que no envejece.
Y en el sueño —lo presiento— volverás a aparecer, sentado en aquellas gradas de madera que crujían con cada paso.
Te acercarás despacio.
Tendrás la misma sonrisa de entonces, el eco del estadio en la mirada.
Y cuando te pregunte por aquella pelota, me dirás, casi en susurro: “Me la firmaron una tarde en que los Diablos le ganaron al destino, hijo. La guardé para que tú y tus hermanos recuerden que, en el béisbol —como en la vida—, los campeones también se hacen con los que ya se fueron.”
Y luego, quizás —solo quizás—, el viento moverá las cortinas, y en el aire flotará un olor a cempasúchil y a polvo de estadio.
El eco de una porra lejana.
Tu voz diciéndome, desde algún palco de la eternidad: “No es la pelota, hijo… ni el béisbol, ni los campeonatos. Somos nosotros, los espíritus que regresamos cada vez que ustedes nos recuerdan, cada vez que viven lo que alguna vez gozamos juntos.”
