Todos los días son de muertos
Ya no es necesario ir a los panteones, México entero es un cementerio en que todos los días se llora.
Un país que venera a sus antecesores en los altares floridos hoy tiembla porque el año que entra una fotografía con una ofrenda sea lo que queda de un ser querido.
Porque en México hoy se está entre los vivos, pero mañana no es seguro.
No hay día en que la muerte violenta no encuentre a decenas de personas, mientras que una cantidad igualmente considerable simplemente desaparece.
Todos los días son días de muertos.
Que la vida no vale nada dejó de ser un estribillo musical para convertirse en despiadada realidad.
Hace mucho que los muertos dejaron de ser algo importante porque se transformaron en algo peor: algo cotidiano, lo que trasciende por unas horas, a lo mucho un par de días, es algo particularmente desgarrador o aterrador.
Los comunicadores de nota roja tienen abundancia de material para escoger, si hay negocios que prosperan son las funerarias y florerías.
A nivel colectivo el muerto por violencia ha dejado de ser una tragedia para simplemente sumarse a una estadística, en ello la presidenta ha sido, como prometió, fiel constructora de un segundo piso.
Su padre político se quejaba que usaban a los asesinados para perjudicarlo, su entenada simplemente los ignora, confiada (y con razón) que la tragedia de hoy habrá sido, como los correspondientes cuerpos, enterrada pasado mañana tras un breve velorio.
Sean acribillados por extorsionadores, quemados por la explosión de una pipa, asesinados en la calle al salir a comprar alguna cosa, desaparecidos en una excursión por el Ajusco, a Claudia Sheinbaum le da igual.
Quedó curtida con los desplomes del Colegio Rébsamen y la Línea 12 del Metro, ofrece que se investigará y después no pasa nada, ni siquiera Clara Brugada ha logrado encontrar a los responsables de matar a sus cercanísimos colaboradores.
A Palacio Nacional no llega el dolor como tampoco la sangre, de la misma forma en que tampoco puede recibirse a las madres buscadoras, ellas tampoco llegaron, a pesar de la sobada frase presidencial.
Lo único que tienen es la más desgarradora incertidumbre, tratando de encontrar una pista que los lleve a quienes un día simplemente desaparecieron.
A los muertos por la acción de una pistola o un cuchillo se agregan aquellos por omisión y que oficialmente no entrarán en la estadística de muertes violentas.
Porque serán los fallecidos por la falta de un tratamiento o medicamento, habiendo abandonado la vida esperando una cirugía en su casa o en el pasillo de un hospital o clínica.
Como lo fueron los más de 800 mil muertos que no debieron ocurrir en la pandemia mientras que el llamado Dr. Muerte López-Gatell (vaya mote para un Subsecretario de Salud), no se cansó nunca de justificar las omisiones presidenciales.
Hoy el Dr. Muerte se pasea orondo por los pasillos de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra como parte de la representación de México, nombrado por Sheinbaum. Ciertamente, el gobierno no podría encontrar a mejor embajador de su ineptitud, crueldad y cinismo.
En otros tiempos el pueblo mexicano era ilustrado riéndose de la muerte.
Hace años que la risa se transformó en dolor y llanto.
Así seguirá, con el país encabezado por un gobierno que se proclama humanista mientras sigue construyendo un segundo piso en que los huesos y sangre son parte de ese camino tapizado de cadáveres que se pisan con la mayor indiferencia.
