La banalidad de la política moderna: un síntoma de la pobreza humanística existencial

Carlos Chavarría DETONA® Aunque a diario asistimos a la innegable realidad de una política vacía y concentrada en el sostenimiento de las narrativas dictadas desde el poder de la más baja calaña moral, resulta increíble que como humanidad civilizada que nos preciamos de ser, solo continuemos con el día a día sin considerar la excesiva exposición a las amenazas que se lanzan entre todos los países y que se muestran sin pudor alguno.
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Los signos de la banalidad política se manifiestan cuando la vida política se vuelve superficial, carente de pensamiento crítico y dominada por la rutina, la burocracia o la desinformación.

Este concepto, inspirado en la "banalidad del mal" de Hannah Arendt (1999), se aplica a la política contemporánea para describir una apatía generalizada que debilita el sistema democrático.

 ¿En qué momento el escándalo mediático superó a la sobriedad política en la esfera pública nacional?, ¿cuándo la descalificación se impuso al debate de las ideas en las naciones?.

Estas y otras preguntas surgen permanentemente al ver cómo la esfera pública se ha ido transformando drásticamente desde lo que se denominaba una sociedad política sobria hasta la banalización de la política, cuyos derivados directos son la farandulización y teatralización de la discusión pública.

 

Hemos perdido la política porque extraviamos la capacidad de asombro con los escándalos de todo tipo en donde los políticos están involucrados.

A esto se agrega una permisividad general de la clase y élite política respecto del avance del debate banal, como entendiendo que esa era una forma adecuada de comunicarse con el pueblo, la gente buena, los ciudadanos y ciudadanas.

Como señala Andrés Jouannet (2021): "Con el populismo los actores políticos cavaron la tumba de la política o, en el mejor de los casos, se transitaba hacia la banalidad e insignificancia de la comunicación política, hacia la degradación de la esfera pública”.

 La historia de la humanidad es una crónica de contingencia y resiliencia.

Desde los estadios más primitivos, el progreso no se ha fundado en la perfección individual, sino en la capacidad colectiva de someter instintos y miserias humanas de todo tipo a una voluntad común orientada a la supervivencia y la superación.

Este legado de concesión y propósito compartido contrasta, de manera deprimente y absurda, con el panorama político de la modernidad. 

A pesar de los ecos de las tragedias históricas, persisten grupos y líderes que conciben la exterminación del "otro" como una salida viable para satisfacer narrativas de todo tipo y eternizarse en el poder.

En este contexto, la política ha involucionado a un estado de banalidad beligerante, donde el fin último del quehacer político reside en los juegos contestatarios, desviando la atención de los problemas reales que crecen de forma rampante. 

 Esa regresión política no es solo una falla de liderazgo, sino un síntoma de una crisis más profunda en la psique contemporánea.

La pobreza humanística del existencialismo del siglo XXI, una filosofía que históricamente ha centrado su análisis en la libertad radical, la responsabilidad y la búsqueda de significado frente al absurdo.

 

El absurdo de la clase dirigente, inmersa en una contienda perpetua, se hace evidente ante el cúmulo de desafíos globales y locales que exigen atención inmediata.

La historia nos enseña que la superación ha requerido ceder las tensiones destructivas a favor del bien común.

Sin embargo, en el presente, la primacía del conflicto como motor político revela el más pobre de los existencialismos, una capitulación ante la pulsión destructiva que niega la capacidad de la sociedad para unirse sólidamente y enfrentar la adversidad.

La política, reducida a la confrontación, se convierte en un espejo de la falta de un significado trascendente que guíe la acción colectiva.

 Esta disfunción en la esfera pública encuentra su raíz en una condición existencial contemporánea que el existencialismo del siglo XXI define como la "pobreza humanística".

Lejos de la escasez material, esta pobreza se refiere a la condición de desorientación, incertidumbre, falta de sentido y pérdida de autenticidad que aflige al individuo en el mundo tecnológico y consumista.

A diferencia de la posguerra, donde la crisis existencial se centraba en la libertad y el absurdo, hoy se amplifica por tres factores determinantes:

  • Hiperconsumismo y Superficialidad: La gratificación inmediata y la distracción constante, inherentes a la sociedad globalizada, desvían al individuo de la introspección, la vida se convierte en una adaptación a expectativas sociales vacías, perdiendo la autenticidad y el sentido vital propio.
  • Tecnología e Inteligencia Artificial: La virtualización y la automatización desafían la primacía de la experiencia humana, generando una sensación de desconexión y una crisis en la noción del ser unificado.
  • Individualismo y Aislamiento: A pesar de la hiper-interconexión digital, el aislamiento institucional y el hiperindividualismo intensifican la alienación, dificultando la subordinación de los defectos personales a una causa social.
En este marco, la banalidad de la política se revela como un mecanismo de compensación.

La beligerancia y la simplificación de los problemas en narrativas de "amigo/enemigo" ofrecen una gratificación inmediata que satisface la superficialidad del hiperconsumo, proveyendo un "sentido" rápido y sencillo (aunque destructivo) a la masa desorientada.

El conflicto político no es la causa, sino la manifestación teatral de la pobreza existencial.

 Frente a la crítica del quietismo histórico—la acusación de que la filosofía existencial, centrada en el individuo y el absurdo, conduce a la inacción social y la apatía—, el existencialismo moderno debe revitalizarse para abordar los dilemas éticos y sociales del presente. 

El nuevo existencialismo debe invertir la premisa de la mala fe política, si la existencia precede a la esencia, entonces la acción política no debe ser una rutina vacía (banalidad), sino la máxima expresión de la creación de significados colectivos.

 

 Al conectar la pobreza humanística con la pobreza material, subrayando que la marginación social priva a los individuos de la libertad existencial para buscar una identidad propia y un propósito. 

 El existencialismo del siglo XXI debe ofrecer el marco conceptual para exigir que la política trascienda la confrontación vacía, obligando a las instituciones y a los líderes a equilibrar la autodeterminación con la responsabilidad colectiva.

En resumen, la reducción de la política a una lucha contestataria y la persistencia de instintos destructivos no son simples fallas en el sistema, sino profundos reflejos de la crisis de sentido que define a la sociedad contemporánea.

La banalidad de la política moderna es la puesta en escena de la pobreza humanística. 

Solo al reconocer y combatir esta alienación existencial e impulsando una ética de la responsabilidad activa que equilibre la libertad con el compromiso social.

La humanidad podrá reclamar su legado de resiliencia y superar la banalidad que hoy amenaza con consumir los propósitos colectivos.
https://vimeo.com/1115590494
https://vimeo.com/1115590526
https://vimeo.com/1015118818
Carlos Chavarría

Ingeniero químico e ingeniero industrial, co-autor del libro "Transporte Metropolitano de Monterrey, Análisis y Solución de un Viejo Problema", con maestría en Ingeniería Industrial y diplomado en Administración de Medios de Transporte.