Opinión

Nostro grupo

Gerson Gómez DETONA® Conocimos a Irma Salinas Rocha en la intimidad de su casa de la calle Guayalejo, ahí, entre conversaciones que parecían no tener prisa, nos abrió un universo de ideas pendientes.
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Era hermosa a la vista y brillante en cada uno de sus postulados. Su compromiso con la beneficencia se hizo evidente en el Centro Benjamín Salinas Westrup, una obra silenciosa pero trascendente.

La acompañamos en momentos clave: en el presídium del Instituto San Roberto, cuando presentó su libro Mi padre, junto con la promotora cultural Irma Braña, ex directora de la Casa de la Cultura de Nuevo León. Salinas Rocha representaba, en el México de su tiempo, un vaso conductor hacia la alta crónica social, un espejo donde se miraban las élites regiomontanas.

Por sus letras conocemos un Nuevo León adolescente: los bailes de princesas en el Casino Monterrey, los amoríos discretos, las debilidades ocultas bajo el manto del silencio. Más allá de la ficción, sus personajes se desdoblan como testigos de una época que se niega al olvido.

En aquellas tardes, por su casa desfilaban los hijos de familias prominentes. Entre ellos, un niño extrovertido y temerario: Mauricio Fernández Garza. Desde entonces mostró la ambición de alcanzar todas las cumbres posibles: en los negocios, en la política y hasta en las pasiones personales. Con el tiempo, se convirtió en uno de los panistas más notables de Nuevo León.

Mauricio encarnó el hartazgo frente al ogro filantrópico del PRI. Fue cuatro veces alcalde de San Pedro Garza García, su tierra y su feudo. Intentó la gubernatura, sin éxito. Pero nunca le faltó carácter: su estilo directo lo distanciaba de los modales diplomáticos, aunque nunca de la influencia que otorga el origen plutócrata.

Hoy, su figura se nos presenta como la de un guerrero cansado pero digno. Ha librado batallas enormes, incluso contra sí mismo. Y como los alquimistas que leen los aromas de la salud cuando escapa del cuerpo, Fernández Garza parece prepararse para una última victoria: trascender.

El legado que deja a hijos, socios y familiares es tan contundente como su vida pública. Da la cara como el Cid Campeador, dispuesto a ganar su última batalla, sin compasión, con la valentía de quien se sabe llamado a unirse al cosmos.

En Irma y en Mauricio convergen dos formas de permanencia: la palabra y la acción. La primera, memorial de un Nuevo León íntimo y social; el segundo, emblema de una política frontal, polémica y sin medias tintas. Ambos, al final, nos recuerdan que el verdadero poder está en trascender la propia época.