El comunismo destrozó este país
Tirana, Albania.– Hace ochenta años los albaneses cometieron un error fatídico que aún hoy están pagando: con su voto eligieron como líder a un marxista, leninista y estalinista, que usó la democracia para llegar al poder y luego acabó con ella.
También acabó con la separación de poderes, con la libertad de expresión, con la propiedad privada, con las instituciones autónomas, y concentró en sus manos el poder de manera absoluta.
Fue en 1944 cuando Enver Hoxha ganó las elecciones, murió en el poder -en 1985- y dejó un sucesor tan estalinista como él.
Por las calles del centro de esta ciudad la gente mayor camina deprisa, con pasos cortos, sin hacer ruido. No mira hacia los lados.
Al abordar a una persona para alguna pregunta, el sobresalto es evidente, la desconfianza está en sus ojos, en sus labios apretados o en el monosílabo esquivo de la respuesta.
La sombra que los persigue es el legado de la dictadura comunista que impuso el pensamiento único.
Instaló la lógica binaria de leales y traidores.
Impuso la idea del líder como portavoz exclusivo de los intereses del pueblo.
Eliminó los contrapesos del poder.
Convirtió a los medios de comunicación en “la voz del pueblo”, es decir en la suya.
Klea, guía en español, me cuenta que ella no vivió el comunismo, “pero mis padres y mis abuelos sí, fue una época obscura, de terror, sin comida, el gobierno daba cupones para canjearlos por leche y pan. Era todo”, dice mientras recorremos la plaza central donde hay una sola estatua, la del héroe nacional, Skanderberg.
Hubo otra, la del dictador Hoxha, que los estudiantes derribaron el 20 de febrero de 1991 para sellar el fin de la tiranía marxista estalinista.
A unos metros de la plaza despunta el minarete de una mezquita, el único lugar religioso que no fue destruido durante la dictadura, pues se usó de bodega.
Las iglesias (católicas y ortodoxas) y mezquitas fueron demolidas, se decretó la prohibición de cualquier práctica religiosa. Sólo la fe en el Partido del Trabajo estaba permitida, y el partido era Hoxha.
En 1967 el dictador, acólito de Stalin, rompió con la Unión Soviética, con la Yugoslavia de Tito, se alió con la China de Mao (con la que también rompió), abolió por completo la propiedad privada, cercó su país con alambre de púas y prohibió también la migración interna -“donde nacías morías”-.
De Albania no salía nadie ni entraba nadie, ni las noticias. Uno de cada cuatro albaneses era informante de la Sigurimi (policía política).
“Como no sabías quién era el soplón de la Sigurimi, porque podía ser alguien de tu familia o tu vecino, había que cuidar hasta la postura para dormir”, dice Kler.
–¿Cómo que la postura cuando dormías? –pregunto.
–Si juntabas las manos, alguien te podía acusar de que estabas rezando e ibas a la cárcel, y de la cárcel -mira, es esa que está ahí-, el 85 por ciento de los que entraron no salieron vivos –dice Klea.
Klea, la guía y traductora que se enamoró del idioma español por las telenovelas mexicanas (algo nada infrecuente en los Balcanes), me cuenta de los caprichos paranoicos del extinto dictador:
-A comienzos de los años 80 mandó construir 173 mil bunkers subterráneos porque le decía a la población que todos en el mundo eran enemigos, que querían destruir a Albania, pero él los protegería incluso de un ataque nuclear-.
Es verdad, los bunkers se ven como pequeños hongos de concreto en las montañas, en las banquetas, en las playas, a la vera de los caminos rurales. Ciento setenta y tres mil bunkers en un país del tamaño de Veracruz.
Aquí en Tirana entré al más grande de ellos, el búnker 1, en el monte Dajt, y es posible recorrer algunos niveles subterráneos, ver buena parte de las 200 habitaciones, cocinas, un salón de clases, cafeterías, cuarto de castigo, un teatro y las oficinas de Enver Hoxha junto a salas de recepción.
“Cuando el dictador se ponía enfermo, la gente tenía que llorar, de lo contrario te podían castigar. Mi madre dice que le pegaban para que llorara, porque de otra manera no le salían lágrimas”, me cuenta Adriana, guía en el puerto de Durres.
Durante el comunismo, la persecución a religiosos y opositores fue brutal.
Anton Luli, sacerdote jesuita, fue hecho prisionero por la denuncia de un vecino: “agitación contra el poder popular”. Pasó 17 años en prisión y años adicionales en trabajos forzados y sobrevivió para contarla.
Su primer calabozo fue un baño en una zona montañosa, donde tuvo que permanecer nueve meses en medio de heces endurecidas y sin espacio para acostarse.
Una Navidad fue colgado del techo por las axilas para “esperar a su salvador”, a pesar de todo, consideró su encarcelamiento como una prolongada celebración de su vocación sacerdotal. Las torturas, la soledad y su fe como único refugio están en su relato autobiográfico que se conserva en el Vaticano.
Los empresarios no se escaparon.
Konstantin Boshn, economista y banquero, fue encarcelado por criticar que las tierras pasaran al Estado y su condena fue a cadena perpetua. Salió de la cárcel varios años después, vigilado, murió en la miseria.
Fresca en la memoria está lo sufrido por el sacerdote Simón Jubani, preso durante 26 años. Rehusó a trabajar en las minas y soportó brutales castigos.
Salió en libertad en abril de 1989, y un año después celebró la primera misa pública en casi medio siglo, lo que simbolizó el retorno de la fe pública a Albania luego del colapso del régimen comunista.
Brilla el sol en los blancos muros de la catedral de San Pablo, de reciente construcción, y en el atrio encontramos la estatua de la madre Teresa de Calcuta, que era de Albania (ahora su ciudad de nacimiento pertenece a Macedonia del Norte). El aeropuerto lleva su nombre.
Del dictador no queda nada. Sólo la destrucción institucional luego de haber abolido libertades, sojuzgar a su pueblo y eliminar la propiedad privada. No hay un sector empresarial que pueda reconstruir este país.
En la ciudad y en la costa hay muchos edificios en construcción, de grandes cadenas hoteleras en su mayoría, porque el turismo puede levantar a Albania. Tiene dos millones y medio de habitantes y recibió, el año pasado, 11 millones 900 mil visitantes extranjeros.
Y lo otro que queda del gobierno comunista es la sombra del miedo y la desconfianza en una comunidad nacional deshecha por el comunismo.
Del país emigran los jóvenes, en cinco años se ha ido el 20 por ciento de la población, menor de 35 años casi en su totalidad. Huyen de una historia de miedo y de silencio. Se van.
El futuro está en otra parte.
Quieren a su país, me dicen. Duele, pero se resignan y cierran la puerta para no regresar jamás.
Bien valdría poner, en cada uno de los 173 mil búnker abandonados, y en la puerta de cada casa vacía, una placa que diga: