El derrumbe moral del poder y la indiferencia ciudadana
El cinismo como forma de gobierno
Las decisiones públicas ya no se toman con sentido de responsabilidad, sino con cálculo mediático.
Se gobierna a base de ocurrencias, de anuncios de impacto, pero sin sustento, de pleitos entre poderes y de promesas recicladas.
La política estatal se ha convertido en una mezcla de espectáculo y simulación donde la prioridad no es servir, sino mantenerse en escena.
El discurso oficial presume obras inconclusas como si fueran logros terminados, manipula cifras, justifica errores con arrogancia y se ampara en una narrativa de modernidad que solo existe en redes sociales.
La administración pública ha dejado de ser un instrumento de desarrollo para convertirse en una estrategia de autopromoción.
Y lo más preocupante es que todo esto sucede frente a una ciudadanía cada vez más anestesiada.
Los errores de cálculo en proyectos millonarios (como la Línea 4 del Metro), los sobrecostos en contratos y asignados amigos cercanos al poder y los gastos desproporcionados en propaganda política ya no generan indignación.
En un estado que alguna vez fue ejemplo de planeación y eficiencia, hoy parece reinar la improvisación y el desdén.
La irresponsabilidad institucional
El deterioro de la gestión pública en Nuevo León no es un accidente.
Es el resultado de una cultura política que normalizó la irresponsabilidad.
Las instituciones, lejos de ser contrapesos, se han vuelto cómplices silenciosos.
Los organismos que deberían vigilar el uso del poder se encuentran sometidos, capturados o simplemente desinteresados.
El gobierno estatal se ha acostumbrado a no rendir cuentas y a culpar a todos (menos a sí mismo) de los errores que comete.
Y esa actitud se ha contagiado hacia abajo.
La irresponsabilidad ya no es una excepción, sino una forma de operar.
La línea que separa el interés público del interés político se ha borrado.
Mientras tanto, los verdaderos problemas (la movilidad, la seguridad laboral, el deterioro ambiental, la falta de servicios y el sobreendeudamiento del estado) siguen creciendo.
No hay planeación, no hay continuidad, no hay rumbo.
Solo improvisación y propaganda.
El ciudadano que dejó de indignarse
Pero el verdadero drama no está solo en el poder, sino en la sociedad. Hemos dejado de indignarnos.
Hemos aprendido a convivir con la corrupción, la violencia y la mentira como si fueran parte natural de nuestra vida diaria.
Nos escandalizamos un día, pero al siguiente seguimos con lo mismo.
La indignación se ha vuelto superficial: dura lo que tarda un tuit o una historia de Instagram.
Y mientras tanto, la impunidad crece.
Los ciudadanos ya no salimos a exigir, ni levantamos la voz frente al abuso.
Nos conformamos con señalar, pero no con participar.
El ciudadano que no se indigna es el mejor aliado del poder que abusa.
Y en esa relación perversa, ambos pierden: el poder se corrompe y la sociedad se degrada.
México se cae a pedazos
Mientras Nuevo León se entretiene con sus propios escándalos, México se desangra.
Los asesinatos recientes de activistas, defensores de derechos humanos y del propio alcalde de Uruapan muestran un país en crisis profunda.
No se trata de hechos aislados, sino de síntomas de un Estado debilitado, donde la violencia política y la impunidad se han normalizado.
Cada crimen contra una voz pública, cada líder social silenciado, es una señal del derrumbe nacional. México se cae a pedazos, no solo por la inseguridad, sino por la indiferencia que la rodea.
Los gobiernos reparten culpas, los partidos se lavan las manos, y los ciudadanos miramos con resignación lo que antes habría provocado indignación colectiva.
La violencia ya no es solo un tema de seguridad: es una evidencia del fracaso ético del país. Vivimos en una sociedad que tolera lo intolerable y en la que la vida humana ha perdido valor.
Esa descomposición no surgió de la noche a la mañana: es el resultado de años de cinismo en el poder y de silencio en la sociedad.
El cinismo arriba, la omisión abajo
La corrupción política y la apatía ciudadana son dos caras de la misma moneda.
Cuando el poder pierde la vergüenza y el ciudadano pierde la exigencia, el país entra en un ciclo de decadencia del que es difícil salir.
El cinismo arriba se alimenta del silencio abajo.
Los gobiernos que actúan sin rendir cuentas saben que no enfrentarán consecuencias, porque la sociedad está demasiado cansada o distraída para exigirlas.
Y así, poco a poco, la democracia se vacía de contenido.
En Nuevo León y en México entero se ha confundido la libertad con la indiferencia.
Hemos dejado de entender que la democracia no es solo votar, sino vigilar, participar, exigir y actuar.
Sin ciudadanos activos, la democracia se convierte en un simple ritual electoral.
El desgaste de la esperanza
Uno de los grandes peligros de este momento histórico es el desgaste emocional de la ciudadanía.
La gente ya no cree en los políticos, pero tampoco en la posibilidad de cambio.
Y esa es, quizás, la victoria más grande del poder irresponsable: lograr que la gente deje de creer que puede transformar las cosas.
El desencanto se ha vuelto un refugio cómodo.
Muchos piensan que “todos son iguales”, y esa idea, repetida hasta el cansancio, se convierte en una justificación para no hacer nada.
Pero esa pasividad es exactamente lo que sostiene el sistema que decimos rechazar.
Si el ciudadano honesto, trabajador y comprometido se retira de la vida pública, deja el espacio libre para los oportunistas, los corruptos y los cínicos.
Y eso es lo que hoy estamos viendo: una política ocupada por quienes no tienen escrúpulos, porque los que sí los tienen se quedaron en silencio.
Llamado a recuperar la vergüenza y la responsabilidad
El primer paso para reconstruir este país no está en un cambio de gobierno, sino en un cambio de conciencia.
MÉXICO NO SE SALVARÁ DESDE EL PODER, SINO DESDE LA CIUDADANÍA.
Necesitamos recuperar la vergüenza pública, la ética ciudadana y la responsabilidad colectiva.
Vergüenza para el gobernante que miente, pero también para el ciudadano que calla.
Vergüenza para quien abusa del poder, pero también para quien lo tolera por conveniencia.
Porque cuando el ciudadano deja de exigir, el poder se pudre.
Cuando el ciudadano deja de participar, la democracia se vacía.
Y cuando el ciudadano deja de indignarse, el país se cae.
Hoy, más que nunca, Nuevo León y México necesitan ciudadanos que no se resignen, que no callen y que no normalicen el desastre.
Que vuelvan a creer en su poder, en su deber y en su capacidad de transformar.
No es el gobierno el que debe salvarnos.
Somos nosotros quienes debemos volver a hacer lo que nos corresponde.
Porque el silencio, cuando se convierte en costumbre, también es una forma de corrupción.
