La Perra Chola, ¡qué perra joya!
In memoriam Henri Donnadieu (1943-2025)
El fin de semana pasado arrancó el Primer Festival de Ópera de la Ciudad de México con cuatro funciones de La Périchole, opereta de Jacques Offenbach, escenificadas en el Teatro Julio Castillo dentro de los cánones estéticos que marcan el “sello de la casa” de las producciones de Ópera-Cinema, ese admirable emprendimiento al que Martha Llamas y Oswaldo Martín del Campo le han apostado “todo y su resto”.
Quise constatar la respuesta del público que registraban las redes, ya que, inusualmente, rayaba en lo delirante y el domingo 10 asistí a su última función.
He aquí mis impresiones y, ya entraditos en gastos, algunas reflexiones en torno al florecimiento que, de un tiempo a la fecha, se dice que está teniendo en México la Ópera, ese género que compendia todas las artes y, hasta hace muy poco, se disputaba con la tauromaquia el muy cuestionable mérito de tener al más tradicionalista de todos los públicos.
Por lo visto, las cosas han cambiado, corroborando cuanto se dice en La evolución cultural en México.
Cuatro décadas de cambio de valores, 1982-2023, ese espléndido y bien documentado estudio que recién ha publicado Alejandro Moreno bajo los auspicios de Banamex y que explora la evolución en “la forma de pensar, sentir y vivir de la sociedad mexicana a lo largo de los últimos 40 años”.
Destaca entre otras cosas, “la tolerancia a una mayor diversidad sociocultural”, a la par que se han “retomado ciertos valores tradicionales por decisión individual y no por imposición, como suele ocurrir en la sociedad tradicional”.
Traigo esto a colación porque, hasta hace muy poco, el público operístico exigía que las puestas fueran comme il faut y más de una vez presencié sonoras rechiflas en Bellas Artes, escandalosamente correspondidas con mentadas de madre al público.
El primero en pintarles “caracolitos” no podía haber sido otro que mi añorado José Antonio Alcaraz, tras el estreno de su “irreverente” propuesta escénica de Romeo y Julieta en 1987.
Juan José Gurrola haría lo mismo en 1993, cuando “se atrevió” a ubicar Cavalería Rusticana en algún pueblo perdido del centro de México; más recientemente, volvió a hacerlo aquél brillante escenógrafo cuyo nombre se me escapa, mas no el recuerdo de la estética “entre Barbie y Miami Vice” con que arropó su montaje de Simon Boccanegra.
Y aunque por la ahora llamada “mayor tolerancia”, el público calló estoicamente ante las propuestas grotescas y elencos fallidos que padecimos durante la administración pasada, lo cierto es que nuestros melómanos han sido siempre más abiertos cuando los cambios se dan en géneros menores, como la opereta.
Prueba de ello fue la larga y exitosa temporada que tuvo Ayolante en el Cenart, cuando todavía era Dirección General y tenía al frente a un funcionario culto, creativo y eficiente como Ricardo Calderón Figueroa.
Montada por Oscar Mantilla con ingenio y un rigor como no he vuelto a ver por estos lares, era la versión travestida, mexicanizada y muy atinadamente actualizada en lo político de Iolanthe, de Gilbert & Sullivan, autores que, al igual que Offenbach, cosecharon sus mayores éxitos con estos caramelitos que, lamentablemente, han tenido muy poca presencia en México.
Ha sido justamente con esos mismos recursos que fue seducido el público que presenció La Perra Chola, adaptación de La Périchole, donde al espléndido trabajo cinematográfico realizado por Yannic Solis –con la proverbial pátina de antigua película silente, que distingue las producciones de Ópera-Cinema- se sumó el desempeño de los cantantes en vivo.
Enriquecida con bailarines en primer plano, contó también con la participación en el foso de una agrupación de funestos resultados que respondía al pretencioso nombre de “Orquesta Filarmónica Internacional”, atropelladamente dirigida por Diana Rubio.
El desfase entre la escena y los cantantes era tan evidente, como sus desafinaciones y desbalance. Más que a sinfónica, sonaba a tambora sinaloense.
Afortunadamente, los cantantes sacaron adelante la parte musical.
Tanto los del Coro del Colegio Alemán, dirigido por Edwin Calderón, como los solistas que abordaron los roles protagónicos: Antonio Calcáneo y Gabriel Quesada, como Don Miguel y Don Pedro; Ricardo Estrada, quien entonó con gran prestancia a Piquillo.
Además, nos sorprendió con la sabrosura que derrochó al bailar cumbias cholas, rematando con Albina Goriachyck, protagónica a cuyo impecable desempeño vocal sumó su aplaudida vis cómica.
Muy celebrada fue, también, la intervención de Aldo Arenas, Alejandro González y Jaime Torres como las primas, ya que a diferencia de las rutinas que suelen tener otras dragas, que realizan lipsync, aquí lo que veíamos en pantalla era mudo, mientras ellos cantaban realmente en vivo.
Mención aparte merece Oswaldo Martín del Campo, quien realizó un memorable tour de force al dobletear: cantó el rol de Don Andrés, dirigió la escena, y salió airoso.
Ahora que, quien es una aplanadora, es Martha Llamas.
No cantó -su solvencia vocal es incuestionable- pero, en sus labores de productora, tampoco dejó cabo suelto.
Cuanto estuvo a su cargo funcionó puntualmente y también se ocupó de convocara medios y manejar redes.
Conminó a la Escuela Ollín Yoliztli, para que sus alumnos de danza se sumaran al proyecto, coreografiados por Teresa Carlos, quien investigó sobre danzas urbanas como la cumbia y el hip hop antes de marcar un solo movimiento.
Además, involucró al Colegio Alemán, al INBAL y a la Secretaría de Cultura gracias a su contagioso entusiasmo y, para la producción de La Perra Chola y el Tríptico Mexicano logró el respaldo del programa México en Escena, del Sistema de Apoyos a la Creación, con todo y la monserga burocrática que esto implica.
Solamente así, sumando esfuerzos de manera eficiente, pueden llevarse a cabo proyectos como este festival al que, más allá de este mes en el que está llevándose a cabo su primera edición, le deseo una muy, muy larga vida.
¿Y saben por qué?
Porque independientemente de que capte nuevos públicos y atrape a jóvenes que en su vida se habrían metido a ver una ópera al Blanquito y fueron quienes postearon que “¡La Perra Chola es una perra joya!”.
O porque además de los siete títulos programados ofrezca de manera paralela un programa académico impartido por figuras de probada trayectoria, logró algo que, en estos tiempos, es muy necesario y mi queridísima María González sintetizó con emoción e inteligencia al contarme:
“Al principio, cuando empecé a ver todo, me dije ‘¿qué está pasando?, que alguien me explique’; pero después me dije ‘fluye y no quieras entender’, me relajé, y me divertí mucho… Y si algo le hace falta a la gente en este país, es ser feliz”.