Nostalgia por Acapulco: el paraíso perdido
Tuve una infancia feliz en Acapulco
Mis primeros 12 años los viví en la bahía más bella del mundo, eran los 50 y principios de los 60.
Era un lugar seguro, con gente cordial, una familia amorosa y una buena escuela.
El glamoroso puerto gozaba de fama internacional, orgullo de México, puesto en el mapa por estrellas de Hollywood como Orson Welles, Rita Hayworth, Elizabeth Taylor, Frank Sinatra, entre otros.
Escenario de luna de miel de futuros presidentes de Estados Unidos como John Kennedy con Jacqueline o Lyndon Johnson con Lady Bird, así como la de Henry Kissinger con Nancy.
En la Costera Miguel Alemán, como parte de los estudiantes de primaria, incluida mi escuela, el Colegio La Salle, agité las banderitas de México y Estados Unidos al paso de la caravana de los presidentes Adolfo López Mateos y Dwight Eisenhower.
Desde esos años felices subsiste una conexión afectiva con esa tierra tropical de cocoteros, tabachines y huamúchiles, con ese océano Pacífico donde aprendí a nadar y a admirar las puestas de sol.
La piel tiene memoria
Ahora en estos años de ocaso llevo en la piel de mi cara las huellas del sol de Acapulco, manchada con queratosis actínica, pues como me dijo un dermatólogo: la piel tiene memoria.
Mi padre, Agustín Gutiérrez Arias, fue pionero del comercio destinado al naciente turismo nacional e internacional.
Fundó a fines de los 30, "La Moda", el primer almacén departamental de ropa de playa, platería y perfumería, en una esquina del zócalo, que luego siguió con "La Siesta".
"La Moda" aparece en la película "Fun in Acapulco", cuando Elvis Presley maneja una bicicleta al pasar frente a la tienda, mientras les cantaba a las “beautiful señoritas”.
Ahí en Acapulco adquirí el hábito desde niño de leer periódicos, comprados por mi papá al señor Vargas, quien por 20 centavos me permitía rentar cuentos de caricaturas como Superman, Chanoc o Vidas Ejemplares, sentado frente a su puesto en el quicio de la botica de enfrente, con la condición de devolverlos sin arrugas.
Pena
En lugar de mejorar, me causa pena el constante declive de Acapulco, causado por tres razones principales: el crimen organizado, el huracán Otis y los malos gobiernos.
Primero, desde hace décadas el crimen organizado creció sin freno en el municipio más importante de Guerrero, en una perversa cohabitación de impunidad y complicidad entre delincuentes y autoridades locales.
Segundo, el huracán Otis fue devastador: 49 fallecimientos y 36 desaparecidos, según cifras oficiales.
El cálculo del costo de reconstrucción de Acapulco no coincide: por un lado, el gobierno estimó muy abajo, en $61 mil millones el gasto para las reparaciones, mientras que la agencia calificadora Fitch calculó las pérdidas en 16 mil millones, pero de dólares.
Tercero, los gobiernos federal, estatal y municipal, cada uno en su nivel de responsabilidad compartida, no estuvieron a la altura del reto: no previeron la magnitud del fenómeno, reaccionaron tarde en apoyo a la población y la reconstrucción será insuficiente y muy lenta.
A un mes de la catástrofe, desaparecido el fideicomiso Fonden de desastres naturales y sin presupuesto aprobado, el presidente Andrés Manuel López Obrador presentará hoy un informe del plan de reconstrucción de Acapulco.