Todas las culturas comen, pero no de la misma manera
Aun así, cuando me toca hacerlo, lo considero terapéutico: una forma de “agarrar el toro por los cuernos”.
Pero comer fuera es maravilloso.
En España, la mesa es una fiesta.
Se extiende a lo largo de las horas; las sonoras carcajadas llenan el aire mientras los platos van y vienen: aceitunas, pan, vino, historias.
La comida no se consume, vive, respira.
Comer allí es pertenecer, entrelazarse con el sonido y la presencia de los demás.
En Japón, el silencio habla.
Las comidas se desarrollan como ceremonias de respeto: la gracia de los palillos.
Comer se convierte en atención plena, en un diálogo tranquilo entre el hambre y la armonía.
En México, la comida canta a la memoria: maíz y fuego, familia y color.
Cada taco es una historia, cada salsa una confesión.
La mesa aquí perdona, invita, celebra.
Y en Monterrey, la historia de la comida es también la historia del cambio.
Hace no mucho, solo había carne: carne asada, cabrito, tortillas de harina… y el fuego al aire libre, donde nos reuníamos una y otra vez.
Solo cerveza; la cultura del vino llegó hasta los años sesenta.
Comer en un restaurante —o unos tacos en el Centrito— era raro.
La mesa pertenecía a la casa, y el humo de la parrilla era un lenguaje propio.
Luego vino la transformación de la ciudad: acero y cristal, comercio y foráneos, ideas cruzando fronteras.
Con eso, la comida evolucionó.
Los restaurantes se multiplicaron, los menús se expandieron, los sabores se mezclaron.
Sin embargo, algunos lugares conservaron el alma del viejo norte.
Tengo la impresión de que el arte de un restaurante —como el Hawai, La Escondida o La Nacional— es hereditario.
Como muchos de mi generación, cenábamos los domingos en El Tío.
¡Qué maravilla de jardín! Y ni se diga la comida.
El origen de El Tío: el fabuloso don Rodrigo Velarde.
Hoy, después de un amplio recorrido profesional, Jorge Velarde compró el Hawai —quizá hace ya 20 años—, y ahora lo manejan sus hijos.
¡Por eso vamos al Hawai!
No hay quien haya vivido los años de El Tío que no sienta un eco en el Hawai.
Tal vez el primer beso fue ahí, entre los jardines; el tiempo quedó registrado en sus platillos, en sus salsas, en su arrachera: prueba de que, en Monterrey, la gran cocina también es una tradición familiar.
El Hawai, La Escondida —del fabuloso Jorge Ibarrola— y La Nacional, del encantador Felipe Chapa, nacida en la Calzada Madero, son más que restaurantes: templos de la carne, sí, pero también de la memoria.
Manolín, en la Calzada Madero, fue —o sigue siendo— ese lugar que abría toda la noche.
Hace mucho que no voy, pero en sus buenos tiempos era refugio de desvelados, bohemios y de todos los que necesitábamos comer algo antes de dormir.
Después de una fiesta, El Manolín era el punto de encuentro: ahí te encontrabas a todo tipo de gente, a las tres o cuatro de la mañana, con ese aire de complicidad que solo tiene la madrugada.
Lo interesante de los restaurantes, desde el punto de vista social, es que siempre fueron mucho más que sitios para alimentarse.
Son escenarios donde se intercambian miradas, impresiones, historias.
Lugares donde se observa quién llega con quién, si hablan fuerte, si están alegres o ya un poco borrachos.
Como diría un amigo: “si quieres ver gente, tienes que ir al lugar correcto”.
Y la lista de restaurantes, cantinas, cafeterías sería interminable: lugares en donde hemos vivido.
Es, en realidad, un pequeño teatro de la vida.
Pero ayer me tocó la inauguración más original de la historia: un hotel.
El Hotel Presidente Intercontinental en Valle Oriente, al lado de Auriga, abrió oficialmente sus puertas al público y ¡vaya forma de hacerlo!
La invitación incluía pasar la noche en el hotel y asistir a una fiesta en pijama.
Una pijama party con todo: desde los hors d’oeuvres (nada de carne asada), champaña, DJs por aquí y por allá, luces, música y disco… espectacular.
Braulio Arsuaga Losada nos abrió las puertas.
Había gente joven con pijamas que parecían negligés de cabaret, y algunos con su clásica bata de franela.
Afortunadamente, nadie llegó con la cabeza llena de churros.
La fiesta duró toda la noche.
Y sí, ¿por qué no?
¡El madrugador desayuno fue en el Manolín!
