¡Ya están muertos!
Diciembre de 2014.
El día transcurre en tensa calma en el penal del Altiplano, antes llamado Almoloya.
De pronto, la tranquilidad se ve interrumpida por un convoy de camionetas blindadas que, a toda velocidad, ingresa al centro penitenciario.
De uno de los vehículos, custodiado por agentes federales fuertemente armados, desciende la figura disminuida del entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam.
Su rostro denota angustia: los ojos, rojos como brazas ardientes, reflejan horas enteras sin dormir.
Ataviado con un chaleco negro y ropa casual, el alto funcionario, acompañado de un reducido séquito de colaboradores, avanza hacia una zona reservada, en los intrincados y fríos laberintos del reclusorio.
Ahí lo espera un hombre misterioso, a quien Murillo Karam ha decidido entrevistar personalmente.
Le urge saber, a toda costa, el paradero de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero, aquel viernes 26 de septiembre de 2014, cuando “se los tragó la tierra”.
El caso provocaba una severa crisis social para el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto y ponía en riesgo la estabilidad del país.
De ahí la urgencia de resolverlo cuanto antes.
El hombre que lo espera, sentado en silencio, es Sidronio Casarrubias, jefe de Guerreros Unidos, capturado el 16 de octubre en las inmediaciones de la autopista México–Toluca.
El sujeto recibe al procurador con indiferencia y soberbia; su mirada siniestra lo “fulmina”.
No puede disimular el odio y el rencor que siente por las autoridades.
Murmura algo entre dientes y luego lanza un escupitajo amarillento sobre el sucio piso de la prisión.
La actitud arisca del delincuente no incomoda al titular de la PGR, acostumbrado a lidiar con criminales de la peor calaña.
Su mente está en otra parte: le interesa descifrar el acertijo de los estudiantes levantados y desaparecidos aquella negra noche de Iguala.
Por eso va al grano en el interrogatorio:
- —Si colabora —le dice Murillo Karam, de acuerdo con la reconstrucción no literal del diálogo que sostuvieron—, habrá dinero de recompensa.
- —Tengo más dinero del que me puede dar —refunfuña el delincuente.
- —Podemos reducir los cargos —replica el procurador.
- —Mis abogados me dicen que el caso va por buen camino —desafía Casarrubias.
- —Con usted en la cárcel, “El Pez” va a atacar a su familia —advierte Murillo Karam—.
- —Nosotros podemos protegerla —ofrece.
En ese momento, de acuerdo con las investigaciones, Casarrubias acepta hablar.
“El Pez” era Johnny Hurtado Olascoaga, jefe de La Familia Michoacana en la región guerrerense de Tierra Caliente, donde opera Guerreros Unidos.
Ese extracto del encuentro que, a puerta cerrada, sostuvieron Sidronio y Murillo Karam —publicado en la columna Estrictamente Personal del periodista Raymundo Riva Palacio (“Iguala: la verdad impronunciable”)— resultó ser la pieza clave para conocer el destino fatal de los desaparecidos.
Y se resume en tan solo dos palabras: ya están muertos.
Fue el propio capo quien confesó haber dado la orden de matar a los normalistas al descubrir que 17 de los jóvenes trabajaban para Los Rojos, grupo antagónico de Guerreros Unidos.
Después, quemaron los cuerpos, trituraron sus huesos y los arrojaron al río.
Muertos están; lo demás ya es historia.
Por eso, la frase emblemática —“¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”— que siguen enarbolando algunos padres de las víctimas y los adictos a las revueltas durante marchas, manifestaciones y bloqueos, hoy carece de sentido: es un grito alegórico, fuera de toda realidad.
“—No descansaremos hasta encontrarlos y regresarlos a nuestras casas”, escuché por televisión la voz afligida de un familiar de los normalistas durante un encendido discurso en la plancha del Zócalo capitalino, en una manifestación del 1 de diciembre de 2014.
Detrás de ese clamor cabalgaba la barbarie de aquellos tiempos aciagos.
Hace más de dos lustros, hordas de anarquistas —recuerdo— realizaron destrozos en comercios de las principales calles del entonces Distrito Federal.
En Guerrero, origen del conflicto y piedra de los sacrificios, encapuchados incendiaron patrullas y saquearon oficinas de gobierno. Así, la razón abría paso a la sinrazón.
El movimiento genuino Todos Somos Ayotzinapa, que siguió a la Noche de Iguala como un justo reclamo ciudadano, cambió de rumbo y se prostituyó.
Fuerzas oscuras —del magisterio radical, de empresarios resentidos por las reformas, del narco, de la guerrilla o de todos juntos— manipularon la tragedia a su antojo.
Pretendían despertar al México bronco, la bestia que duerme, pero que con un manotazo puede sacudirse la modorra y salir en busca de venganza, sedienta de sangre.
El país estuvo a punto de entrar en una encrucijada peligrosa.
Hoy, viernes 26 de septiembre, se cumplen 11 años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.
Sobre el México ensangrentado, paralizado y convulso que hoy padecemos, la herida sigue viva, supurando pus frente a la incompetencia de los gobiernos: primero el priista Enrique Peña Nieto, después Andrés Manuel López Obrador y ahora la morenista Claudia Sheinbaum Pardo.
Todos se han atrincherado inventando verdades históricas, encubiertas en mentiras, impunidad y cinismo.
Tres presidentes incapaces de manejar una crisis histórica que continúa escurriéndose entre las manos. Han tratado de controlarla con acciones erráticas, melosas y opacas, mientras el tiempo transcurre inexorable.
Quizá los padres de los 43, en su fuero interno, saben que sus hijos ya están muertos, pero el clamor desesperado y la pregunta sin respuesta —que choca y se pulveriza en el muro del silencio oficial— sigue en pie: ¿en dónde están sus restos, en dónde los culpables?
A cinco días de concluir su mandato, López Obrador reconoció que se iba dejando una asignatura pendiente:
“Se hizo lo que se pudo, pero se complicaron las cosas”, afirmó el entonces presidente al despedirse de los familiares de los desaparecidos.
Ellos reaccionaron asegurando que AMLO “se fue manchado”, por decirles mentiras y no cumplir la promesa hecha al iniciar su sexenio: que se haría justicia.
El mandatario dejó su gobierno bajo sospecha de haber extendido un manto protector sobre el Ejército Mexicano, directamente involucrado en la tragedia de la Noche de Iguala que estremeció al país aquel lejano 26 de septiembre de 2014.
Un escabroso caso sin resolver que se suma a la herencia maldita que Andrés Manuel López Obrador legó a su sucesora, Claudia Sheinbaum Pardo, a quien empiezan a perseguir, como fantasmas, los normalistas que no han sido encontrados y que no hallan la paz de los sepulcros ni la justicia terrenal.