Apuesta
Hace 50 años, un solo partido tenía todas las gubernaturas, todas las senadurías y 190 de los 232 diputados, es decir, más de 80% de esa cámara. Cuando lanzó a su candidato presidencial, ningún partido propuso otro, de manera que José López Portillo pudo ganar con 100% de los votos válidos.
Aunque un poco mellado por el tiempo, ese partido seguía siendo el más popular en México, y sólo necesitaba hacer fraude ocasionalmente, en algunas elecciones municipales o distritales, y muy de vez en cuando en elecciones estatales. Se decían representantes de la nación, y sus colores eran los de la bandera.
Para 1975, ya había varios grupos armados actuando tanto en el campo como en las principales ciudades del país. Ya habían asesinado a Eugenio Garza Sada y a Fernando Aranguren, y había frecuentes asaltos a bancos para “financiar la causa”.
Los principales narcotraficantes se instalaron en Guadalajara por esas fechas, para formar el primer cártel, en la transición presidencial abundaban los rumores de golpe de Estado.
En ese entorno, Jesús Reyes Heroles logró convencer a López Portillo de la necesidad de abrir el sistema político, para evitar que esos brotes de violencia política se contaminaran con el narcotráfico e hicieran ingobernable al país, era necesario permitir la participación de las diferentes visiones en condiciones razonablemente equitativas.
Raudel Ávila ha hecho un esfuerzo de historia oral entrevistando a José Newman Valenzuela acerca de ese proceso, y lo publicó en tres entregas en El Universal. Vale la pena leerlo.
López Portillo apostaba al éxito económico, y don Jesús le vendió la reforma como el seguro en caso de que eso no se alcanzara, tuvo razón.
Gracias a la incipiente apertura democrática, la debacle de 1982 pudo administrarse, y fue debido a la contrarreforma de Bartlett en 1986 que sufrimos la crisis política de 1988. Eso obligó a acelerar el proceso, con reformas en 1990 y 1996 que, finalmente, liberaron el sistema político mexicano.
Hoy, medio siglo después, navegamos en sentido contrario.
Una sola fuerza política se agenció, ilegalmente, más de dos tercios de las cámaras, para con ello destruir el Poder Judicial, los órganos autónomos, e impulsar una reforma electoral que les garantice el control absoluto y permanente.
Al hacerlo, cierran los espacios a la crítica y la discrepancia, impiden la representación de las diferentes visiones y favorecen que los brotes de violencia política se mezclen con el crimen organizado.
El poder tiene tres fuentes: la violencia, la narrativa y los recursos.
A ellas, Michael Mann agrega el poder de la estructura político-burocrática, un Estado fuerte cuenta con ésta y con el monopolio de la violencia legítima, pero también con un discurso que le evita hacer uso excesivo de la fuerza.
Para sostener todo ello, requiere contar con recursos abundantes.
En los siete años que llevan en el poder, han debilitado seriamente la estructura político-burocrática y se han quedado sin recursos.
Su discurso legitimador, centrado en el reparto de efectivo y la recuperación del nacionalismo revolucionario, apenas alcanza para convencer a la mitad de los mexicanos, dependen, entonces, de la fuerza.
Aunque no lo entiendan, es precisamente lo que han estado utilizando cada vez más: tribunales electorales, especialmente, pero también ya demandas judiciales contra sus críticos.
Con un Poder Judicial hecho a su medida, no dudo que intenten llevar esto a extremos, sin embargo, la aplicación de esas medidas exigirá fuerza pública, que, por debilidad y captura, está muy limitada.
Ya habíamos dicho que en México no hay un monopolio de la violencia legítima, sino una disputa oligopólica por ella, al cerrar las puertas a la resolución pacífica de conflictos, incluyendo los políticos, el movimiento en el poder apuesta todo a algo que no controla: a la violencia.