Opinión

La banalidad del poder enmascarado: De Zedillo a la urgencia de una reforma global del poder

Carlos Chavarría DETONA: En las sociedades primitivas o calificadas como tales, abundaban las máscaras pero no los psiquiatras, se creía que algunas máscaras tenían el poder de proteger contra espíritus malignos, enfermedades o la mala suerte.

Otras se utilizaban para infundir miedo en los enemigos durante la guerra o la caza, otorgando al portador una apariencia sobrenatural o animalística que intimidaba.

Las máscaras en el glorioso siglo XXI son esos prácticos adminículos que nos permiten navegar la compleja danza de la autenticidad fingida.

Son el escudo obligatorio para participar en el gran teatro de la vida, donde todos somos actores ansiosos de recibir “likes” y validación.

Es para reflexionar si las instituciones y sus organizaciones constituyen también sofisticados enmascaramientos que son tan efectivos en sus propósito que se requieren leyes especiales para que revelen sus entrañas burocráticas.

Gracias a las máscaras, podemos ocultar con elegancia esa resaca emocional del lunes, proyectar una productividad desbordante aunque estemos mentalmente de vacaciones en la playa, y simular interés genuino en la enésima anécdota del tío en la reunión familiar virtual.

Son la herramienta estrella para el “networking”, permitiéndonos sonreír y asentir mientras soñamos con nuestra próxima taza de café (o algo más fuerte).

En el vasto universo digital, nuestras fotos de perfil cuidadosamente editadas y nuestros tuits ingeniosamente redactados son las máscaras definitivas, esculpidas para obtener la máxima aprobación virtual.

En la política contemporánea, las máscaras se despliegan con una ironía sorprendente para estas alturas de la evolución social.

Se busca una "autenticidad" prefabricada a golpe de asesor de imagen.

Los "servidores públicos" aspiran al estrellato mediático, midiendo su valía en "likes" en lugar de servicio real.

La unidad partidista se exhibe como un monolito, mientras internamente reina la discordia.

Los líderes se visten de "cercanos al pueblo" desde la distancia de sus privilegios.

Se pregona diálogo, pero a menudo solo se escucha el eco de las propias ideas.

La "preocupación por el futuro" contrasta con políticas cortoplacistas.

Y la "transparencia" se practica selectivamente, ocultando estratégicamente la información crucial.

En esencia, la política moderna se desenvuelve en un teatro donde la fachada cuidadosamente construida a menudo contradice la realidad subyacente.

La idea de las "máscaras" en el mundo humano es fascinante y ha sido abordada por grandes pensadores.

Sigmund Freud sugiere que las "máscaras" que mostramos al mundo pueden ser una forma de nuestro yo lidiando con nuestros impulsos internos y las exigencias sociales, utilizando mecanismos de defensa para ocultar lo que consideramos inaceptable ("El yo y el ello", 1923).

Carl Jung va un paso más allá con su concepto de la "persona", esa careta social necesaria para interactuar, pero advierte del peligro de olvidar nuestro ser auténtico detrás de ella ("Tipos Psicológicos", 1921).

Para Friedrich Nietzsche, las máscaras son algo más complejo: una necesidad para la profundidad y para explorar diferentes facetas de uno mismo, incluso viendo a veces la moralidad como una máscara que oculta verdades más incómodas ("Más allá del bien y del mal", sección 40).

Finalmente, Jacques Lacan nos habla del "semblante", la imagen que construimos y presentamos en el mundo social, a través de la cual somos identificados, sugiriendo que nuestra identidad misma está ligada a estas representaciones ("Los Escritos", 1966).

Desde la perspectiva de Sigmund Freud, las "máscaras" políticas podrían interpretarse como mecanismos de defensa colectivos.

Los líderes y los movimientos políticos a menudo proyectan una imagen de fuerza, estabilidad o incluso infalibilidad para manejar las ansiedades e inseguridades de sus seguidores.

Los discursos y la propaganda podrían ser vistos como "máscaras" que ocultan las motivaciones subyacentes o las debilidades.

Carl Jung nos ofrece la idea de la "persona" aplicada a la política.

Los líderes construyen una imagen pública, un rol idealizado que resuena con ciertos arquetipos y valores de la sociedad.

Esta "máscara" busca generar confianza y adhesión.

Sin embargo, el peligro radica en que tanto el líder como sus seguidores se identifiquen demasiado con esta fachada, perdiendo contacto con la realidad y las sombras del poder.

Cualquier parecido con la realidad concreta será coincidencia? ("Civilización en Transición", 1961).

Friedrich Nietzsche podría argumentar que las "máscaras" en la política son una manifestación de la voluntad de poder.

Los líderes adoptan diferentes roles y discursos estratégicamente formulados para ganar y mantener el poder.

La verdad y la autenticidad pueden ser secundarias al objetivo de la dominación.

Las ideologías políticas mismas podrían ser vistas como "máscaras" que legitiman ciertas formas de poder.

Forjan una imagen que resuena con las necesidades y los anhelos del rebaño, una proyección de fuerza, de sabiduría, o de cualquier cualidad que les permita ascender y dominar.

Es el eterno juego de la vida, donde cada individuo, y especialmente aquellos que aspiran al liderazgo, deben esculpir su propia leyenda para afirmarse.

Finalmente, Jacques Lacan y su concepto de "semblante" son particularmente relevantes.

En la política, los líderes y los partidos construyen cuidadosamente semblantes atractivos para el electorado.

La imagen, el discurso y la narrativa se convierten en elementos cruciales para la identificación y la adhesión.

La "verdad" de sus intenciones o capacidades puede ser menos importante que la efectividad del semblante para generar deseo y lealtad en el campo del Otro (la sociedad).

Ahora, el hombre volvió de su autoexilio.

Nunca perdió su gesto adusto y su forzada sonrisa, apareció ahora como critico de lo que antes encabezo, fue extraño revivir su imagen siempre patibularia que al parecer nunca lo abandono, tratando de imprimir a su voz de pulpito eclesial algún rasgo de carácter y aplomo que simplemente y como siempre antes, no asistió según su voluntad a fortalecer sus propósitos.

¿Por qué lo hizo?

Zedillo, un buen hombre, que sabía trabajar pero no ser político, irrumpe de pronto en el escenario publico queriendo poner sobre aviso de lo que a él no le advirtieron cuando más lo necesitaba.

¿Le duele México?

Imposible de saber, pues él nunca se ha quitado la máscara solemne que lo cubre, que oculta la verdad, como todos los políticos.

Como todos los presidentes que ha tenido nuestro país antes y después de él, desaprovecho su momento para hacer la reforma política profunda que siempre ha requerido México, esa que acabara con el nefasto presidencialismo. Pensó que bastaba con la “sana distancia” entre el “partidazo y el presidente” como suficiente, pero no lo fue.

Salió el PRI de Los Pinos pero nada cambio en realidad.

El dinosaurio esta tan vivo y despierto como antes.

Suena muy raro que una persona poderosa como lo fue en su tiempo, hoy pontifique que la democracia mexicana se la acabo MORENA.

Lo dice alguien que en sus últimos días en el poder y con un golpe autoritario del supremo poder presidencial que todo lo puede y todo lo quiere, lanzo sus reformas al poder judicial para darle un poco, no mucha, porque la verdad demasiada justicia incomodaba tanto en aquellos tiempos como ahora, reformar sí, pero sin que exista la justicia retributiva real.

El mercado de la justicia seguirá reinando en el país de Zedillo y en todos los demás.

Zedillo, se puso su máscara acostumbrada en medio del último sexenio del viejo PRI en el poder, sexenio que estuvo marcado por tragedias y crisis económicas que deberían ser motivo de estudio  para aprender a no repetirlas, y no de revanchas justificadoras.

Nada puede justificar, no una “década perdida”  al decir de Carlos Salinas, sino un siglo completo desde que nació el viejo PRI.

La reforma política que necesita el mundo, no solo México, es acabar con los todos los ismos, el presidencialismo entre otros, ese que concentran las figuras de jefe de gobierno y jefe de estado sin limitación alguna, que en el fondo son un impedimento para que fructifiquen las democracias representativas como se espera, y sea la política y la concertación el modo para conducir la dinámica global siempre inestable y frágil.

Quedan algo así como 30 países, algunos poderosos como los EEUU, Rusia, China, etc., y muchos de América Latina y el lejano oriente, que usan ese sistema de gobierno de sus cosas.

La persistencia de regímenes hegemónicos,  que concentran las figuras de jefe de gobierno y jefe de estado sin limitaciones efectivas, representan un obstáculo significativo para la plena maduración de las democracias representativas a nivel global.

Los aproximadamente treinta países que aún operan bajo este modelo, incluyendo actores de gran influencia en el escenario mundial, perpetúan una dinámica donde la política, concebida como el arte de la negociación y el consenso, se ve eclipsada por el voluntarismo individual de ocasión siempre populista y la concentración de poder.

La imperante necesidad de forjar una identidad como una sola humanidad en la práctica, exige una revisión profunda de las estructuras de poder heredadas.

Las hegemonías, en todas sus formas, y los intentos de imponer una estandarización cultural homogeneizante, impulsados históricamente desde Occidente, erosionan la riqueza de la diversidad humana y sostienen un estado de cosas intrínsecamente insostenible.

La superación de estos absolutismos requiere la implementación de mecanismos de gobernanza global genuinamente colaborativos, cuyo objetivo primordial sea la promoción de la estabilidad y la sostenibilidad en todas las dimensiones de la existencia humana y del planeta.

Estos marcos deben trascender los acuerdos basados en intereses particulares o en el rescate artificial de desequilibrios regionales injustificados dentro de un orden mundial verdaderamente prosocial y universal.

La defensa de la ética y la moralidad prudenciales como los pilares fundamentales de nuestra civilización no es un ejercicio de ingenuidad, sino un reconocimiento de los valores intrínsecos que deben guiar nuestra coexistencia.

Apostar por la amenaza, la opresión, el miedo y la confrontación bélica, como respuesta a los conflictos inherentes a la naturaleza humana en su faceta más instintiva, es un camino autodestructivo.

No es el despliegue de la mera habilidad técnica o la astucia individual lo que continuara impulsando el progreso de la humanidad; si es que el progreso material aún tiene algún sentido; sino la sabiduría colectiva, la capacidad de aprender de los errores históricos, iluminados por la razón y la experiencia acumulada.

Si como especie global no logramos consolidar un espacio para la empatía y la solidaridad mínima indispensable para nuestra supervivencia como una entidad interconectada, estaremos irremediablemente abocados a ser consumidos o sacrificados en el altar de la banalidad y la miopía política.

La construcción de un futuro compartido exige desmantelar las máscaras del poder y abrazar la verdad de nuestra interdependencia.

“El progreso ya no se imagina como un viaje hacia un destino final predecible y deseable, sino como una navegación constante en un mar de incertidumbre, donde el horizonte cambia continuamente.  Hemos pasado de una modernidad 'sólida' basada en la producción a una modernidad 'líquida' basada en el consumo, donde el 'progreso' se mide cada vez más por la capacidad de adquirir y descartar"
Todo es más fluido, flexible e incierto, lo que dificulta la visión de un destino final claro.