Nacapulco de azotea
Decidimos hacer de los días de guardar el sereno asado. Conocer los rincones de nuestra ciudad. La ensoñación cuando cientos de miles salen. Muchos de ellos regresan a sus lugares originales.
Visitan a la familia. Les llevan noticias desalentadoras. Sobre la calidad de vida en la urbe. La falta de agua. La amenaza latente. El imposible tráfico. Los camiones de ruta, de los consorcios como los llaman ahora.
Horas y horas perdidas. En la basura de la vida. Desde salir de casa hasta el regreso. Todo son filas interminables. Además de cuidar la cartera, la mochila, el teléfono celular. Hasta de los arrimones de los gandayas.
En el terror y el espanto, los ancianos de la tribu familiar, les exhortan a regresar. Acá hay mucho espacio. Jale siempre existe. Recuerden las temporadas de siembra, de seca, de lluvia, de helada y de levantar la cosecha.
De hambre no se van a morir. Aunque sea tortilla con chile o frijoles de la olla. Ya dejen en paz esa pesadilla. Nomás vemos en la televisión los muertos, los descabezados y desmembrados.
Se santiguan todos a la luz de la luna. Ya están juzgados de Dios. Aquí ya hay de todo. Hasta televisión satelital y celulares.
Nomás acaben de cursar la secundaria los güercos y nos regresamos al rancho. Les dicen mentiras blancas a la familia. Pronto el olvido, el tono humilde del campo y la vida insegura de la ciudad.
Ya sale nuestro antojo de carne al asador. Desde la terraza se observa el ojo de agua. Contaminado y lleno de mosquitos. Cada uno hace de estos días, como mejor se entiendan. O les alcance al presupuesto. Mi Nacapulco de azotea.