Tus mecanismos de defensa también trabajan horas extra
Esta semana en mi clase de Factor Humano vimos algo que todos vivimos, pero pocos entendemos: los mecanismos de defensa.
Esos trucos mentales que activamos sin darnos cuenta cada vez que la realidad nos raspa el ego o nos incomoda.
La nota técnica los describe como una forma de “sistema inmunológico de la mente”: protegen, sí, pero también pueden volverse obstáculo si se exageran.
En cristiano: sirven para sobrevivir, pero usados en exceso, nos dejan atrapados en modo “autoengaño productivo”.
Y seamos sinceros, en el trabajo todos tenemos nuestro “mecanismo favorito”:
- El que niega (“no estoy cansado, solo tengo sueño de éxito”).
- El que proyecta (“mi equipo anda flojo”, cuando el flojo eres tú).
- El que racionaliza (“no era el proyecto ideal, era una prueba del universo”).
- El que desplaza (“mi jefe me gritó, pero yo le grito al barista porque no me sonrió”).
Y dejemos algo claro: no se trata de eliminar las defensas, sino de usarlas con madurez.
Y eso solo se logra con las facultades que el ser humano ya trae instaladas de fábrica: inteligencia, voluntad, libertad y sentido.
O sea, pensar, decidir, elegir y sentir sin huir del golpe.
El problema es que, cuando el miedo o la culpa nos rebasan, la mente se inventa un atajo para no enfrentar lo incómodo.
Y ahí se distorsiona la realidad.
Dejamos de ver con claridad, nos justificamos con elegancia y hasta creemos que “todo está bajo control”.
Pero en el fondo, lo que hay es pura tensión emocional sin procesar.
Aristóteles le llamaba phronesis: la prudencia práctica, esa virtud que permite deliberar bien en medio de pasiones contrapuestas.
O sea, sostener la tensión sin romperte.
Porque madurar no es evitar los conflictos internos, sino aprender a dialogar con ellos.
Y ojo: no hay liderazgo sin conflicto interno.
Liderar es vivir en la cuerda floja entre lo que quieres y lo que debes, entre tus valores y las presiones del entorno, entre la imagen que proyectas y las emociones que callas.
Por eso, el reto no es eliminar tus defensas, sino reconocerlas.
No se trata de reprimirte, sino de entenderte.
Dejar de justificar tus decisiones como “profesionalismo” y empezar a nombrarlas por lo que son: miedo, inseguridad, orgullo o deseo de aprobación.
Una de las mejores enseñanzas de la sesión fue: los mecanismos de defensa no son buenos ni malos.
Lo importante es la capacidad que tenemos para manejarlos y convertirlos en crecimiento personal.
Así que la próxima vez que quieras justificar una reacción, respirar profundo y decir “todo bien” mientras tu ojo tiembla de estrés… recuerda: tu mente no te está traicionando, solo te está pidiendo que madures.