Ampliar el círculo de nuestra moral
Preguntarse qué está bien y qué está mal es adentrarse en el territorio de la moral.
Sin embargo, cuando pensamos en los animales, los límites se vuelven borrosos.
Los encerramos, los privamos de su libertad, los separamos de sus crías, les provocamos dolor y les quitamos la vida sin que representen un peligro real.
Es entonces cuando surge la pregunta incómoda:
¿Por qué? Apelar a la costumbre no resuelve el dilema.
Que siempre hayamos usado animales para alimentarnos, vestirnos o realizar tareas no basta para legitimar la práctica.
La historia humana está llena de costumbres que con el tiempo se revelaron como injustas.
Que siempre hayamos usado animales para alimentarnos, vestirnos o realizar tareas no basta para legitimar la práctica.
La historia humana está llena de costumbres que con el tiempo se revelaron como injustas.
Si nuestra moral cambió ante la esclavitud o la discriminación, ¿por qué no habría de cambiar ante el trato que damos a otras especies?
En las últimas décadas, la llamada “ética animal” ha desarrollado y popularizado un principio ampliamente aceptado en la filosofía moral contemporánea: lo que determina la consideración moral de un ser no es su inteligencia, su capacidad de hablar ni su utilidad para el ser humano, sino su capacidad de sentir.
Este criterio, defendido por filósofos como Peter Singer (Animal Liberation, 1975) y Tom Regan (The Case for Animal Rights, 1983), sostiene que todos los seres capaces de experimentar placer o sufrimiento tienen un interés intrínseco en evitar el dolor y disfrutar del bienestar.
Bajo esta perspectiva, allí donde existe un ser capaz de sufrir o disfrutar, existe también un sujeto digno de consideración moral.
Esta idea se ha convertido en uno de los fundamentos más sólidos del debate contemporáneo sobre el trato ético hacia los animales, respaldada por un consenso creciente en la comunidad científica sobre la capacidad de sentir de numerosos vertebrados y, según estudios recientes, también de ciertos invertebrados.
Las barreras que trazamos entre “nosotros” y “ellos” se parecen demasiado a otras divisiones que hemos aprendido a cuestionar, como la raza, el género o la clase.
Una buena proporción de la explotación animal actual -ya sea en la alimentación, la moda, el entretenimiento o la experimentación- no responde a necesidades extremas, sino a hábitos, tradiciones o intereses económicos.
Quizá el verdadero signo de madurez moral no esté en cómo tratamos a quienes son nuestros iguales, sino en cómo tratamos a quienes son más vulnerables y diferentes a nosotros.
Tal vez ampliar el círculo de nuestra compasión y de nuestra moral hacia los animales no sea sentimentalismo, sino el siguiente paso natural en la evolución de nuestra ética como sociedad.
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