De la posverdad a la posvergüenza
1.
Hace unos 20 años impartí la materia Introducción a la Ciencia Política, en una universidad local.
Cuando analizábamos los objetivos de los partidos políticos, los alumnos se sonreían burlones, y me veían con misericordia.
Y es que las enumeraba:
- Crear una plataforma de pensamiento y acción (proyecto de Estado) que sea atractiva para la ciudadanía en general
- Ayudar a que esa ciudadanía se forme cívica y políticamente en orden al bien común
- Alcanzar el poder para, desde ahí, traducir en acciones de gobierno las demandas y propuestas de la ciudadanía
Excelente teoría.
2.
La realidad era otra -aunque menos evidente que hoy en día-.
Al dialogar sobre el tema, los jóvenes, ya al final de carreras como Ciencia Política, Relaciones Internacionales y Ciencias de la Comunicación, enfatizaban el interés de esos institutos por conservar sus financiamientos y prebendas, más que el bien de la ciudadanía, por lo que no escatimaban triquiñuelas corruptas para lograrlo.
Eso sí, tenían la suficiente “decencia” para ocultar sus mañas y negocios ilícitos, esperando que nadie las descubriera.
Supongo que les daría vergüenza ser evidenciados.
3.
Pero llegó la posvergüenza, con su madre la posverdad.
Ya sabemos que podemos entender ésta como el conjunto de informaciones o aseveraciones que no se basan en hechos objetivos, sino que apelan a las creencias, emociones o deseos de la gente.
Este fenómeno mediático-político ha logrado que las afirmaciones, en especial de los actuales políticos -pertenecientes a todas las fracciones- no pretendan basarse en hechos objetivos, sino que busquen impactar en la sensibilidad, que no en la racionalidad, del público, tratando de lograr la simpatía de los posibles electores.
4.
Esta tendencia, que podíamos llamar epistemológica, ha creado a su vástago: la posvergüenza, que se desenvuelve en los terrenos de la ética.
Si cualquier ciudadano se siente apenado por un error cometido, y todavía más si perpetró algún ilícito, a nuestra clase política ya no le importa.
Sin el menor empacho, desde Palacio Nacional se busca reformar el sistema de pensiones, en pleno tiempo electoral, para distraer a los votantes, ilusionar a las clases medias, pero a sabiendas de que la iniciativa no prosperará, porque es inviable y ni siquiera apoyará a los más de 35 millones de trabajadores informales.
5.
En la acera de enfrente la cosa parece estar peor.
Partidos de oposición exhiben, con documento escrito y firmado, cómo buscaban repartirse el botín en Coahuila -asignándose no solo candidaturas, sino notarías, secretarías, planteles educativos, y un ominoso etcétera- argumentando que así actúan todos, que así se ha hecho siempre.
Evidencian que lo más importante no es servir a los votantes que les confían el ejercicio del poder público, sino mantener sus privilegios y concesiones.
Confunden desfachatez y cinismo con transparencia.
No les da pena.
No sienten vergüenza.
6.
Urge recuperar el respeto a la verdad y a la vergüenza, y no solo en la política, sino en todos los ámbitos de la vida.
Es cierto que podemos equivocarnos, distorsionar la realidad de manera involuntaria, pero no debemos mentir, torcerla en forma deliberada.
También lo es que somos propensos al error, inclusive a abusos graves, hasta delictivos, pero no podemos regodearnos en ellos ni presumirlos como parte de una agenda existencial.
Siempre será mejor reconocernos débiles, que descarados.
No permitamos que se instalen ni la posverdad ni la posvergüenza.
7.
Cierre icónico.
Coincidí con José Agustín, a principios de los 90s, en una mesa redonda sobre la Teología de la Liberación, en el entonces DF.
Yo le había leído La tumba y Ciudades desiertas.
Era consciente, entonces, de su desparpajo y rebeldía, pero no de su profunda espiritualidad. No solo eso. Practicaba una religiosidad sencilla, tal y como quedó atestiguado hace dos semanas, cuando solicitó y recibió la unción de los enfermos.
Contracultural, captó como pocos el interés y la curiosidad de lectores jóvenes.