¿Por qué todo mundo quiere ir a un maridaje?
Y no es coincidencia. Algo está pasando con los maridajes.
Más allá de la moda o la foto bonita, el auge de estos eventos tiene una raíz más profunda: el deseo de vivir la comida como una experiencia completa.
Ya no basta con comer bien.
Queremos que lo que probamos tenga un ritmo, una narrativa, un crescendo.
Queremos que lo que hay en la copa hable con lo que hay en el plato.
Y que, juntos, digan algo más.
Ahí es donde entra el vino.
Porque cuando se marida con intención, el vino no sólo acompaña: transforma.
Un trago de Sauvignon Blanc puede limpiar el paladar y hacer que un ceviche vibre más alto.
Un Tempranillo bien elegido puede fundirse con un mole o darle estructura a un corte de carne.
Un espumoso puede levantar hasta un taco de chicharrón con guacamole.
El vino expone lo invisible.
Potencia lo sutil.
Es ese subrayado emocional que vuelve memorable un bocado cualquiera.
Y los chefs lo saben.
Por eso cada vez más cocineros se alían con sommeliers para crear cenas donde el vino no es un extra, sino parte de la ecuación creativa.
Por eso ves etiquetas de Baja, de Coahuila, de Rioja o del Loira convivir en un mismo menú.
Porque la conversación ya no es de uno: es a dos voces.
Monterrey, con su mezcla de sofisticación creciente y amor por lo bien servido, es terreno fértil para estos encuentros.
La gente ya no quiere sólo ir a cenar: quiere que la cena le diga algo.
Que le provoque, le enseñe, le sorprenda.
Y cuando eso sucede, el aplauso no va solo para el chef.