Entre Incas y Mexicas: la elasticidad política del aguante latinoamericano
Las encuestas la ubicaban en el 2 % de aprobación, y al parecer ni sus parientes votaban por ella. Los peruanos, que algo aprendieron de la paciencia infinita con sus expresidentes presos, optaron esta vez por la eficacia: un par de sesiones parlamentarias, un rosario de discursos moralistas, y ¡adiós, presidenta!
Pero si uno cruza el mapa hacia el norte, la ironía alcanza categoría de milagro político. En México, donde la tasa de homicidios ronda los 23 por cada 100 mil habitantes, mientras que en Perú apenas llega a 7 u 8, la historia se cuenta al revés: la “presidenta” —porque así prefiere ser llamada, aunque el sustantivo aún se resista— goza de niveles de popularidad que rozan el 60 %, casi el triple de quienes hoy confían en la Virgen de Guadalupe y más que suficiente para canonizar cualquier gestión de seguridad pública… aunque los cadáveres sigan apilándose como gráfico de barras en PowerPoint.
El contraste es grotesco:
- En Perú, 3 mil homicidios al año bastan para incendiar el Congreso.
- En México, más de 30 mil homicidios anuales apenas alcanzan para un “vamos bien, no nos vamos a dejar provocar”.
Allá destituyen por ineficacia; acá se aplaude la tragedia como si fuera campeonato nacional de resignación. O los peruanos no aguantan nada, o los mexicanos somos ciegos, miopes y felices con el látigo, expertos en convertir la desgracia en doctrina y la impunidad en costumbre patriótica.
Mientras tanto, en Lima se habla de crisis institucional; en Ciudad de México, de estabilidad democrática. Será que la estabilidad, en el sur del Río Bravo, se mide no por la paz, sino por la capacidad del pueblo para soportar el desastre… con una sonrisa y una mañanera.