Teresa Margolles, ¿cómo salimos?
Todos le tenemos miedo a la muerte, todos, aunque algunas bravuconas como yo llevemos décadas repitiendo que no, que a nosotras no nos toca, que es un impuesto que solo pagan los que no supieron vivir con suficiente intensidad, suficiente ironía o suficiente lo-que-sea que inventamos para no mirarla de frente.
Y sin embargo, cuando llega el acercamiento leve —una caída de bruces al piso, un mareo en la escalera mecánica, un sobre que dice “revisar con urgencia”—, el cuerpo traiciona de inmediato la fanfarronería: las piernas se vuelven de algodón y gelatina al mismo tiempo, y la mente grita en silencio lo que la boca nunca admite.
Pavor, pavor puro, infantil, animal, ese terror sin adjetivos que te hace desear volver al útero ahora mismo.
Desde los principios de la humanidad hemos intentado encararla con arte: cuevas de Altamira, momias envueltas, vanitas con calaveras sonriendo entre flores marchitas, Bach escribiendo fugas que suenan a despedida, Rothko pintando portales negros que te absorben el alma, y Teresa Margolles metiendo sangre real en las galerías para que nadie pueda decir “gracias, pero ahora no”.
La primera vez que la muerte se me apareció en forma de arte fue en 1996, en la galería BF15 de Monterrey.
SEMEFO reinaba.
Teresa Margolles —una de sus fundadoras junto a músicos y dramaturgos— presentó Caballo: un caballo muerto, real, girando despacio sobre un carrusel como un sol negro. Sacado del rastro, preservado en química forense, sin metáfora, sin velo.
El olor, la piel tensa, la carne todavía palpitante en su quietud, no era escultura, era aparición, quedé muda.
Treinta años después entiendo la osadía de Pierre al traer aquello a un Monterrey que todavía era bastión de silencio, donde Marco apenas abría sus puertas en pañales. SEMEFO fue un relámpago: rompió tabúes, transgredió el canon occidental, sacudió espacios alternos e institucionales.
Cuauhtémoc Medina lo llamó “epitafio colectivo”, y tenía razón, visibilizaba la violencia urbana, la muerte como cuerpo social, la necrofilia cotidiana. Teresa, dentro del colectivo, llevó el discurso más lejos, más seco, más mexicano que el propio Nitsch del que bebía.
En 1999 dejó SEMEFO. No fue ruptura, fue metamorfosis.
Siguió trabajando con la muerte y la violencia, pero las destiló en formas más conceptuales, menos crudas, las llaves de la ciudad (2010): huellas de sangre en sudarios, silencio que grita, la disolución le abrió el mundo, Venecia, MoMA, reconocimiento global.
Quién iba a imaginar, en aquel cuarto oscuro de BF15, que la joven forense que hacía girar caballos muertos llegaría a ser voz universal de la memoria herida.
Teresa Margolles, no profeta, sino testigo.
Y hoy, verla en Marco —recorrido astronómico de su carrera— es la ironía perfecta y el termómetro más exacto: el museo que la recibe es el mismo que refleja la evolución (y las cicatrices) de la sociedad donde empezó.
Pierre intentó, quizá antes de tiempo, mostrar que el arte contemporáneo tiene función, universal, coherente, sin disimulo.
Hoy Monterrey ya no es decoración; es disrupción.
Y la admiración global al presentar a Teresa Margolles en todo su esplendor —esplendor que para muchos necesita anteojos negros— es la prueba.
El arte que duele, que huele, que señala la impunidad y la injusticia reinantes, que registra las huellas sociales, urbanísticas y demográficas de la violencia, llega.
Y cuando llega, no pide permiso.
