¡Agüitas coloreadas! No se asusten!: Ética ambiental para el futuro

Carlos Chavarría DETONA:En días recientes han ocurrido diversos incidentes en nuestras tierras, incidentes tales como incendios de negocios, contaminación de aguas, una refinería muy antigua de petróleo, acereras, etc., que demuestran la vocación natural de los humanos para transformar nuestro entorno natural, en algunas ocasiones para bien y otras para mal.

Pero uno de los casos más representativos de la absoluta carencia de conciencia sobre la ética ambiental lo protagonizó un ejecutivo de una empresa dedicada a la producción de colorantes y pigmentos para usos diversos, empresa a la que se le determinó responsabilidad en la descarga de agua contaminada con desechos de sus procesos.

Esa persona declaró, en descargo de su responsabilidad, que ya le habían avisado a la empresa estatal de aguas y que dicha empresa nada hizo al respecto de las “agüitas coloreadas”; que por otra parte no tenían ningún contenido tóxico, por supuesto sin aclarar tóxico para quién en la naturaleza, cuántos, ni en qué plazo o qué grado de persistencia y agregación de los efectos de esas agüitas.

Hace 30,000 años aprendimos a lenguajear y en los últimos  200 años sabemos que el entorno no es ilimitado y el planeta inagotable ni capaz de limpiar todos los desechos que le arrojamos por nuestra forma de vida y métodos de producción para mantenerla.

Ni las evidencias ni los conocimientos que ahora tenemos han sido suficientes para que en esos 200 años hayamos sido capaces de incluir en nuestros códigos éticos e internalizar en la conducta humana el respeto prudencial por la naturaleza, que hoy sabemos que posee funciones de organización que permiten mantener cierta estabilidad en los ciclos naturales.

La naturaleza es un sistema.

Así como este personaje de las “agüitas coloreadas”, somos todos los seres humanos, que en algún momento mostramos indiferencia respecto a las alteraciones que causamos en nuestro entorno, los riesgos implícitos y los costos consecuenciales que tendrán que ser pagados por nuestros hijos y las generaciones venideras para sobrevivir en un planeta agotado para la vida.

En las sociedades ancestrales, la ética y la moral no surgieron primariamente de la reflexión filosófica abstracta o de mandatos divinos codificados.

Más bien, se desarrollaron como mecanismos adaptativos y estrategias de supervivencia inherentemente prudenciales para individuos y grupos.

La "prudencia" aquí se entiende como la capacidad de discernir y actuar de manera sabia y cautelosa para asegurar el bienestar a largo plazo, tanto individual como colectivo.

En un entorno hostil, las acciones consideradas "buenas" o "correctas" a menudo eran aquellas que aumentaban las probabilidades de supervivencia del individuo: cooperación en la caza o la recolección, prevención de conflictos innecesarios con individuos más fuertes, aprendizaje de habilidades esenciales.

Estas conductas eran intrínsecamente prudentes.

Los primeros humanos vivían en grupos pequeños e interdependientes.

La cooperación, la reciprocidad y la resolución pacífica de conflictos internos eran cruciales para la supervivencia del grupo.

Las normas morales incipientes que favorecían estas conductas (compartir alimentos, cuidar a los enfermos, evitar el asesinato dentro del grupo) eran prudentes porque fortalecían la unidad y la capacidad del grupo para enfrentar amenazas externas y asegurar recursos.

Un grupo cohesionado tenía más probabilidades de sobrevivir y prosperar.

La observación de comportamientos altruistas en sociedades primitivas sugiere una forma temprana de "ética prudencial".

Ayudar a otros con la expectativa implícita de recibir ayuda en el futuro aumentaba las posibilidades de supervivencia individual a largo plazo.

Este "tú me ayudas hoy, yo te ayudaré mañana" es una forma de prudencia social.

Las conductas que demostraban ser beneficiosas para la supervivencia y la cohesión del grupo se transmitían de generación en generación a través del aprendizaje social, las costumbres y las narrativas.

Las normas morales, por lo tanto, se internalizaban como formas "prudentes" de interactuar con el mundo y con los demás.

El asunto es que nunca incluimos como amenaza a nuestra vida la respuesta de la naturaleza frente a nuestras agresiones hacia ella.

En nuestra era ya no podemos argumentar ignorancia para obligarnos a recodificar nuestra conducta frente al entorno.

Nos conviene respetar a la naturaleza en bien de todos.

Aquel que causa está obligado por la moral y las normas a reparar y retribuir.

Este sencillo principio que ha usado la humanidad por siglos para guiar la conducta humana y resolver los conflictos entre individuos y grupos resulta obsoleto ante problemas, riesgos y amenazas globales, debido a lo inédito que resulta intentar meter en los mecanismos resolutivos de la justicia a los intereses y derechos de la naturaleza y de las generaciones futuras.

La llamada “justicia ecológica” se encuentra en pañales y existen grandes vacíos, aun en definiciones muy básicas. Por ejemplo, cuando pensamos en justicia distributiva respecto al medio ambiente, se debe pensar en el patrón de costos y beneficios que cualquier teoría o función de distribución debería asegurar la monetización de los efectos netos en los precios para todos los seres humanos al servirse de los recursos naturales.

Las respuestas que se aplican involucran términos tales como eficiencia, igualdad, prioridad y suficiencia, implicativos de que todos los seres humanos tendrán acceso a las mismas oportunidades o limitaciones para maximizar su bienestar.

El estado de la justicia se ocupa de la unidad de bienestar o ventaja que debería concernir a una teoría distributiva y sobre la que debería enfocarse.

La suma de todo lo anterior tendría que responder a tres asuntos: a quién debería dársele u otorgársele, qué y en cuál cantidad.

Para poder alcanzar un proceso distributivo justo de beneficios y restricciones respecto del medio ambiente, se deben lograr definiciones que ocupen los vacíos normativos que han permitido, y hasta facilitado, la explotación irracional de los recursos naturales y que son un obstáculo para llevar a cabo los acuerdos de trabajo necesarios y convenidos.

Primero que nada, no debe perderse de vista que la naturaleza no nos necesita para continuar su derrotero y, aunque muchos seres vivos han sufrido y están sufriendo las consecuencias negativas de nuestros actos, somos los humanos los principales afectados por desacoplarnos de las funciones y ciclos de la naturaleza.

Si estamos de acuerdo con la visión antropocéntrica, pensaremos que el entorno está para servirnos de él sin importar limitación alguna.

Hasta nuestros días, hemos usado nuestras habilidades cognitivas para encontrar la manera de superar las fronteras que impone el funcionamiento de nuestro hábitat, a fin de continuar con nuestro modo de vida, a pesar de saber que las evidencias nos indican que estamos obligados moralmente a introducir medidas prudenciales para autolimitarnos.

Hemos interpretado a la naturaleza como algo sin consciencia y, por lo tanto, susceptible de ser demeritado sin cargo moral alguno para los infractores.

Lo que es consciencia es en los humanos es el orden para la naturaleza.

La naturaleza no tiene personalidad jurídica ni quién tutele sus derechos, así como tampoco la rectitud moral con la que debe ser tratada.

En ese mismo sentido, no existe algo parecido a un gobierno mundial que fuera responsable de aplicar mecanismos de coerción para obligar a reparar los perjuicios causados sobre el entorno.

Los medios reparatorios que existen en el derecho fueron diseñados para operar cuando existe un afectado claramente identificado, así como una cadena causal que correlaciona la acción con el efecto perjudicial.

Tratándose del medio ambiente, se pueden percibir los efectos sobre algún componente del sistema natural, como también se puede observar la extensión geográfica afectada, pero no se conocen con precisión la secuencia de eventos y sus efectos que, al sucederse, integran la imagen de alguna degradación observable sobre individuos afectados en particular.

Por ejemplo, los reactores nucleares destruidos de la planta de Fukushima, pero que se mantienen emitiendo radiaciones, son enfriados mediante agua que se vierte en el mar circundante con total impunidad respecto a los agentes naturales y sociales que serán afectados hoy y mañana.

Todos los esfuerzos por llevar al sistema de precios la medida precisa para desincentivar la indiferencia ambiental han fracasado debido a la asunción de la neutralidad ética de nuestras acciones sobre el entorno, como el caso de nuestro especialista en agüitas coloreadas.

El reforzamiento ético en nuestro modo de vida no es opcional, será un asunto de vida o muerte para muchos, que quedará sepultado en el anonimato de la estadística de enfermedades y padecimientos que apresuran sus tendencias nominales, cuyas causas serán difíciles de escudriñar en la red de interacciones de nuestros procesos de transformación de materiales y energía.

En este punto, resulta ineludible reconocer que la ética ambiental no es un lujo filosófico, sino una necesidad apremiante para la supervivencia de nuestra especie.

La miopía demostrada por el ejecutivo de las "agüitas coloreadas" es un reflejo de una ceguera colectiva que históricamente nos ha permitido explotar los recursos naturales sin considerar las consecuencias a largo plazo.

Sin embargo, la evidencia acumulada sobre la fragilidad de los ecosistemas y nuestra intrínseca dependencia de ellos nos obliga a trascender una visión antropocéntrica simplista y a internalizar una ética que emerge de la prudencia que reconozca el valor intrínseco de la naturaleza y los derechos de las generaciones futuras a un planeta habitable.

La tarea pendiente es monumental: redefinir nuestros sistemas legales y económicos para incorporar la justicia ecológica, superar los vacíos normativos que facilitan la degradación ambiental y establecer mecanismos efectivos de reparación y retribución por los daños causados.

Este cambio de paradigma exige una profunda transformación en nuestra conciencia colectiva, una internalización del respeto por la naturaleza que se traduzca en acciones concretas y responsables.

Solo así podremos evitar convertirnos en las víctimas de nuestra propia indiferencia y legar a nuestros descendientes un futuro donde la armonía entre la humanidad y el planeta sea una realidad, no una mera aspiración.
Carlos Chavarría

Ingeniero químico e ingeniero industrial, co-autor del libro "Transporte Metropolitano de Monterrey, Análisis y Solución de un Viejo Problema", con maestría en Ingeniería Industrial y diplomado en Administración de Medios de Transporte.