La doctrina militar del agotamiento: Cuando la guerra tecnológica devora la moral
De nueva cuenta, este viejo planeta y sus latitudes más antiguas, origen de la civilización, siempre expuestas y dispuestas otra vez a la violencia inspirada en teologías políticas, violencia convertida en motor económico, pero al mismo tiempo en razón suficiente para anular las posibilidades de un futuro mejor para todos.
En el cambiante panorama de los conflictos armados contemporáneos, la noción tradicional de "victoria" en la guerra se ha desdibujado y no parece suficiente para nadie.
A pesar de que todos los seres humanos estamos hermanados por la evolución propia de las civilizaciones, siempre encontramos alguna razón ancestral para guerrear y empezar de nuevo la historia, como si el tiempo no hubiera pasado y la sangre derramada no hubiese sido bastante.
Lejos de las conquistas territoriales y las rendiciones incondicionales, hemos llegado a una era donde la "doctrina del agotamiento" parece ser la fuerza motriz, especialmente evidente en el prolongado y desgarrador conflicto que tiene como epicentro a Israel y sus tradicionales adversarios ideológicos o de ocasión en Oriente Medio.
Esta nueva dinámica no solo redefine el campo de batalla, sino que también expone las profundas grietas en la gobernanza global y la alarmante erosión de la empatía humana.
La guerra moderna, muy eficiente, ejemplificada por el conflicto “israelí-contra todos”, se manifiesta como una serie de oleadas de misiles y armamento de alta tecnología.
No hay ejércitos convencionales chocando en frentes definidos, sino un intercambio de violencia a distancia que produce una devastación indiscriminada.
En este escenario, la "victoria" no se vislumbra como la aniquilación o la rendición total del oponente.
En cambio, parece una carrera perversa para ver quién puede agotar primero los inventarios de materiales bélicos del otro, cuando al mismo tiempo se presiona políticamente para debilitar a los personajes que dirigen esta guerra.
Esta doctrina militar, ahora en uso, resulta intrínsecamente paradójica.
Un conflicto que se basa en la capacidad de infligir daño a distancia, donde la "precisión" de los ataques sigue causando un número desproporcionado de bajas civiles no reveladas, transforma la guerra en un ejercicio de destrucción mutua, no obstante, para los que empuñan las armas es un juego de video más.
Como señala Martin van Creveld (1991), la guerra se ha alejado de los modelos tradicionales entre estados, haciendo que las victorias sean difíciles de definir en conflictos donde no hay una clara delimitación entre combatientes y civiles. Mary Kaldor (1999) profundiza en estas "nuevas guerras", caracterizadas por actores no estatales y la difuminación de las líneas, lo que apoya la idea de las inevitables bajas civiles a pesar de la supuesta precisión.
La doctrina militar, que históricamente ha buscado la derrota decisiva del enemigo (Clausewitz, 1832), se topa aquí con la realidad de que la aniquilación total es quimérica, o al menos demasiado costosa.
La lógica se invierte: la "victoria" se asemeja más a la capacidad de resistir el desgaste del oponente hasta que este ya no pueda responder.
Si la victoria militar convencional es una ilusión, ¿quién se beneficia realmente de este juego de agotamiento?
La respuesta es sombría, pero clara.
En primer lugar, los vendedores y fabricantes de armamento.
Para ellos, el conflicto no es una tragedia, sino un mercado boyante.
Cada misil lanzado, cada estructura destruida, se traduce en la necesidad de reponer arsenales, garantizando un flujo constante de ingresos.
Este circuito perverso crea un incentivo para que los conflictos persistan en un estado de ebullición controlada, sin una resolución definitiva que amenace el flujo de pedidos (Melman, 1974).
La innovación en la tecnología de la guerra, supuestamente para mejorar la precisión y reducir el daño colateral, a menudo solo conduce a armas más caras y destructivas, perpetuando el ciclo de dependencia.
En segundo lugar, están los países vecinos, cercanos o no tan cercanos que, sin involucrarse directamente, esperan pacientemente el agotamiento de los combatientes para ampliar sus zonas de influencia geopolítica.
Estos actores se posicionan como observadores, listos para intervenir diplomática, económica o incluso militarmente (de forma indirecta) una vez que las partes beligerantes se han debilitado y sus recursos se han agotado.
Para ellos, la "victoria" no es militar, sino estratégica: un reacomodo de alianzas, el control de rutas comerciales o el acceso a recursos que antes estaban fuera de su alcance.
Naomi Klein (2007) argumenta cómo las crisis son utilizadas para implementar políticas y redefinir el poder, una idea que resuena con la forma en que la inestabilidad regional se convierte en una oportunidad para la ganancia estratégica.
La doctrina del agotamiento, al acorralar a los oponentes más débiles que no pueden competir en una guerra de materiales, los empuja inevitablemente hacia tácticas desesperadas: el terrorismo.
No debe olvidarse al general Giap y su Guerra de la Pulga usada en Vietnam (Taber, 1965 ), para confrontar la guerra de materiales de los EEUU, terreno donde VietNam nada tenía que hacer.
Cuando un grupo carece de los medios para enfrentarse a un ejército superior en un campo de batalla convencional, el terrorismo se convierte en una vía, aunque moralmente condenable, para infligir daño, generar atención, desmoralizar al enemigo y demostrar que aún representan una amenaza.
Esta escalada crea un ciclo vicioso.
La superioridad material de una parte induce a la otra a recurrir a la violencia asimétrica, lo que a su vez justifica una respuesta más contundente por parte del actor dominante.
El resultado no es la resolución del conflicto, sino su perpetuación y una espiral de violencia cada vez más brutal e impredecible, con la población civil pagando el precio más alto.
La esperanza de una "victoria" se desvanece, siendo reemplazada por un ciclo de represalias y desesperación.
En medio de este caos y agotamiento, un elemento permanece constante y omnipresente: la propaganda, el frente de batalla más cruel.
Cada bando invierte masivamente en la construcción de su propia narrativa, siguiendo patrones predecibles pero devastadores:
- La Víctima Inocente Forzada a Defenderse: Ambos lados se presentan como los agredidos, obligados a responder a una provocación. Esta narrativa busca legitimar sus acciones, tanto interna como externamente, mientras minimiza sus propias ofensivas.
- Amedrentar y Desmoralizar al Enemigo: La propaganda busca minar la moral del adversario, exagerando las propias victorias y las pérdidas enemigas, difundiendo miedo y desesperanza (Ellul, 1965).
- Evitar la Desmoralización Propia: Fundamental para mantener la cohesión, la propaganda propia exalta el heroísmo, minimiza las bajas y promueve una visión de victoria inevitable, incluso ante la adversidad. El ejemplo del Tercer Reich, que hasta el final hablaba de ejércitos inexistentes mientras el pueblo real se desmoronaba, es un testimonio sombrío de esta estrategia.
En la era digital, esta batalla por la narrativa se libra a la velocidad de la luz.
Las redes sociales y la difusión instantánea de contenido hacen que cada imagen y cada video sean munición en esta guerra de percepciones.
La verdad a menudo se sacrifica en aras de una narrativa más potente y viral, haciendo que la desinformación sea un arma tan potente como cualquier misil.
Lo más desgarrador de esta dinámica es la tragedia de la conciencia adormecida, medida en términos de la poca reacción de la humanidad entera ante el horror que se transmite cada segundo.
La constante exposición a imágenes de sufrimiento no ha generado una mayor indignación ni una acción decisiva, sino una especie de insensibilización colectiva.
La sobrecarga informativa lleva a la fatiga por compasión, y el horror, al ser constante, se normaliza, convirtiéndose en parte del paisaje mediático.
Esta indiferencia se ve amplificada por la débil respuesta de los órganos de gobernanza global.
Instituciones como la ONU, la OEA o la Corte Internacional de Justicia, etc.
Que deberían ser faros de justicia y paz, son paralizadas por intereses geopolíticos, limitadas en su capacidad de acción o simplemente desgastadas por la repetición de condenas ineficaces.
Su inacción o "silencio" envía un mensaje tácito: que el horror es tolerable, o que al menos no es lo suficientemente grave como para alterar el statu quo.
Es como si fuera "algo esperado, conocido y, por qué no, hasta deseado" por aquellos que se benefician (“como anillo al dedo”) de la inestabilidad.
Esta conjunción de propaganda omnipresente, la cruda realidad del agotamiento bélico y la parálisis de la gobernanza global ha creado un panorama desolador.
La guerra, lejos de resolverse, se perpetúa en un ciclo de violencia, desesperación y beneficio para unos pocos, mientras que la humanidad, expuesta a la verdad del sufrimiento en tiempo real, parece haber optado por la inacción y una preocupante indiferencia.
La cuestión fundamental que emerge es si el costo de esta "doctrina del agotamiento" es solo material y humano, o si también está agotando la moral y la capacidad de empatía de la sociedad global.
Referencias Bibliográficas
- Clausewitz, C. von. (1832). De la guerra (Trad. H. von Griesheim, 2004). Madrid: Tecnos.
- Ellul, J. (1965). Propaganda: The Formation of Men's Attitudes. Nueva York: Alfred A. Knopf.
- Kaldor, M. (1999). New and Old Wars: Organized Violence in a Global Era. Stanford, CA: Stanford University Press.
- Klein, N. (2007). La doctrina del shock: El auge del capitalismo del desastre. Barcelona: Paidós.
- Melman, S. (1974). The Permanent War Economy: American Capitalism in Decline. Nueva York: Simon and Schuster.
- Taber, R. (1965). The War of the Flea: A Study of Guerrilla Warfare Theory and Practice. Nueva York: Lyle Stuart.
- Van Creveld, M. (1991). The Transformation of War. Nueva York: Free Press.