Fumar o no fumar

He ahí el dilema.

Créanme, lo intenté. A los 17 años fumar me parecía un hábito acorde a la edad. Era más que eso: desafío, acción, confirmación de la existencia, la mamada.

Si pensaba dedicarme a la literatura era indispensable fumar un cigarrillo tras otro y tomar cantidades industriales de café y cerveza. Me traumaba alcanzar la mayoría de edad sin dominar el arte de fumar.

Fracasé, lo confieso.

Para variar nací con dos pies izquierdos y tampoco sabía bailar. Me la pasaba viendo a los que se movían en la pista como trompos chilladores, mientras el tabaco se transformaba en ceniza.

Insistía, cambiaba de marcas, pero mis esfuerzos por echar humo al estilo de los malos de las películas me hacían toser y doblarme de risa o de frustración. A los 30 años me di por vencido.

Hasta para apagar el cigarro hay que tener estilo. Casi siempre terminaba quemándome los dedos. Y apestando a cigarro. En silencio le reclamaba a mi padre por no enseñarme ese oficio.

Me enseñó a nadar, pero no a fumar. Y para colmo murió antes de oír mis reclamos. Él era fumador social. Sólo fumaba mientras bebía.

Un cigarro tras otro, como si tabaco y alcohol fueran un mismo ritual. Que incluía además música a todo volumen y pláticas de borrachos que me aburrían.

Veo la destreza de los competidores, sobre todo la de las gimnastas, los corredores de 100 metros, los nadadores, los clavadistas y me doy cuenta de que fumar requiere de ritmo, como la poesía y la música.

Hacer figuras de humo requiere concentración, práctica, dominio del arte de lo efímero.

Ah, las metáforas del tabaco. Pienso en un libro de Susan Sontag: La enfermedad y sus metáforas, básicamente sobre esos fantasmas que son el cáncer, la tuberculosis y el Sida.

X tenía 75 años cuando le detectaron cáncer de pulmón. Le quedaban pocos meses.

Historias que parecen cuentos

Prefirió aprovechar el tiempo que le restaba en matrimonio con el mortal humo. Eran los últimos cigarrillos de su vida. A cada bocanada jalaba un poco de aire, como los peces fuera del agua.

Dejar de fumar le producía a sus pulmones más angustia que alivio. El placer al aspirar el humo y exhalarlo y aferrarse a la colilla de cigarro le parecía más un acto de salvación y no el aleteo de la putilla del rubor helado.

Ayax tiene 22. Un día quiso ser beisbolista y renunció a las dos semanas. Como vegano duró un día. Como fumador, cuatro años.

Su voz fluye de la videollamada. La casa tiene mil desperfectos, como la vida diaria, como sus maestros, como el tiempo. Dice que ha decidido decirle adiós al tabaco.

“Qué bueno -le digo- tu cuarto en Monterrey todavía huele a cigarro, y eso que está abierto siempre”. Suelta una carcajada, reafirma su decisión y le digo que es una buena noticia, que la compartiré con Lagartija Marina, el perro que siempre lo espera en el patio. O su fantasma, porque el animal murió hace dos años.

Dejar de fumar es fácil. Yo ya lo dejé unas cien veces.
Yo lo intenté otras tantas.
Margarito Cuéllar

Ganador de galardones de poesía en México, Ecuador, Francia, España y China. El más reciente fue la edición 2020 del Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez en Huelva, España. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte en el área de letras.  Maestro en Artes por la UANL. Ha publicado crónicas, entrevistas y artículos para medios locales y nacionales. Autor de una veintena de libros de poesía. Maestro universitario, promotor cultural y editor. Autor del libro de cuentos Los riesgos del placer y compilador de la obra José Alvarado (Cal y Arena/ UANL, 2018).