¡Paren el mundo que me quiero bajar... en Latinoamérica!
Tres niños sentados en una banca, como si hubieran escapado de una viñeta.
Manolito, Susanita y, en medio de ellos, la inolvidable niña que me acompañó en la infancia: Mafalda.
La noche no era amable; un frío de siete grados, sin embargo, ahí estaban, como desafiando al tiempo y al clima, con esa inocencia eterna que no conoce de calendarios ni de estaciones.
Caminaba junto a Paco, un niño de casi cincuenta años que solo quería escuchar tangos en San Telmo.
Fue Sergio, el otro infante —con apenas cuarenta años acumulados sobre los hombros—, quien descubrió la escena.
Y yo, que llevo dentro a un niño que olvida su edad, pensé en aquella frase de Mafalda: “La edad solo importa si eres queso o vino.”
Habían pasado más de veinte años desde mi primera visita a Buenos Aires.
Y cómo no recordar a Gardel cuando canta: “Volver… que es un soplo la vida / que veinte años no es nada…”
Aunque confieso que veinte años sí pesan y pasan cosas: en ellos caben cambios, nostalgias y gobiernos.
En aquel entonces gobernaba un peronista, Néstor Kirchner; hoy, Javier Milei, un presidente de extrema derecha ocupa la Casa Rosada.
Y justo en esos días, otra vez las urnas argentinas dieron su giro inesperado: la eterna danza política de este país apasionado.
En Argentina es inevitable hablar de política, pero si algo los enciende todavía más es el fútbol.
Lo sabía bien Jorge Valdano: “El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes.”
En otra noche, nos invitaron disfrutar un asado en casa de unos amigos.
Los catedráticos Cristian y Matías, no hablamos de la academia, ni de política sino de futbol; atentos a un partido único: la selección jugaba y Messi, el eterno capitán, vestía por última vez la camiseta de su país en su propia tierra.
El estadio, aunque lejano, parecía latir en cada esquina.
Buenos Aires, con sus calles infinitas, te envuelve como un tango.
Corrientes con sus teatros encendidos, la 9 de Julio y su obelisco vigilante, Puerto Madero con sus restaurantes y bares espejados, La Boca con su Caminito y el rugido de la Bombonera, Palermo con su noche interminable, y la Plaza de Mayo, donde aún resuena el paso incansable de las Madres que nunca dejaron de preguntar por sus hijos.
Caminar esas calles y barrios es sentirse un poco argentino, y a la vez, profundamente latinoamericano.
“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”, escribió Borges, y cuánta razón tenía.
Porque desde la Patagonia —que no es el fin del mundo sino su principio— hasta la última frontera de México, somos un mismo espejo, fragmentado pero vivo, latiendo con el mismo pulso.
Y entonces vuelvo a escuchar la voz de Mafalda, sabia y rebelde, interrumpiendo mis pensamientos con su grito eterno: