Convergencia de la ciencia y la gobernación
Sin embargo, hasta ahora, la ciencia no ha logrado superar el escepticismo inherente con la humanidad y, crucialmente, a las estructuras de gobernanza.
Un ejemplo claro es el cambio climático: a pesar de los esfuerzos de científicos y negociadores, desde la firma del Protocolo de Kioto en los años 90, no hemos conseguido cumplir con los objetivos prioritarios. Este persistente desafío subraya una desconexión fundamental entre el conocimiento científico y la acción política global.
¿Ha fallado la ciencia? No, no es una falla de su filosofía.
La ciencia tiene sus propios ritmos, a menudo lentos, que se extienden y fragmentan a medida que el conocimiento se desdobla. Mientras tanto, los problemas que busca resolver avanzan a un ritmo mucho más rápido, superando nuestros esfuerzos por comprender todo lo inexplorado.
La aspiración de una ciencia unitaria y holística, que unifique las leyes naturales en un solo modelo explicativo de la realidad, ha impulsado a pensadores de todas las revoluciones científicas y del conocimiento.
Tampoco se trata de un problema que se resuelva mediante el reduccionismo, que intenta subsumir los avances de cada rama del conocimiento en un tronco común original.
Las estadísticas indican un volumen impresionante de producción científica. Según datos reportados por Wordsrated, se publican en promedio 5.4 millones de informes de investigación al año, con algunos autores publicando hasta 70 en el mismo período (Wordsrated, 2022). Es innegable la prolífica naturaleza de la ciencia y los incentivos de las universidades para publicar.
Pero nos queda la pregunta crucial: ¿cuántas de estas investigaciones abordan problemas reales o potenciales aún no resueltos de la humanidad?
El imperativo de la Ciencia en la Gobernanza
En todos los países, los gobiernos toman decisiones que son materia de políticas públicas y que, por lo tanto, afectan el bien común, no siendo un asunto trivial.
Desde el mantenimiento de la infraestructura pública hasta la reorganización de tareas tan sensibles como los presupuestos para salud o los planes para la educación, quienes pagan los costos de las malas decisiones son las comunidades.
La ciencia y el conocimiento emanado de la misma nos enseñan lo poco especiales que somos, aunque nuestra arrogancia nos haga creer que ya lo sabemos todo; y donde más arrogancia existe es en las funciones de la gobernación.
Si nos guiamos por la magnitud de los problemas que nos aquejan y que son endémicos, está más que clara la lejanía entre los expertos y los procesos de decisión en materia de orden público.
La ciencia pierde su sentido si sus conclusiones no se traducen en beneficios concretos y generales para la sociedad. A nivel individual, cualquier persona puede decidir adoptar o no la evidencia científica para mejorar su vida.
Sin embargo, en el ámbito social, el medio más efectivo para integrar los descubrimientos científicos en la mente colectiva es a través de los gobiernos y políticas públicas practicables.
Es excepcionalmente raro que expertos científicos ocupen puestos gubernamentales clave donde se definen las políticas públicas. Sin embargo, es precisamente en la formulación de estas políticas donde la evidencia científica debería ser la prioridad y no solo la popularidad.
Los científicos son, por antonomasia, los únicos con las habilidades reconocibles para discernir qué "funciona" en la solución de problemas específicos. Por lo tanto, deberían ser la pieza clave para trascender la naturaleza corruptible de la política. No obstante, la fragmentación del conocimiento científico ha provocado una suerte de "politización de la ciencia" que complica el uso adecuado de las evidencias (Rodríguez, n.d.).
Esta politización no solo surge de la fragmentación en disciplinas, sino también de intereses económicos, ideologías políticas y la desinformación que a menudo permea los canales de comunicación, afectando la percepción pública y las decisiones de los líderes (Agencia SINC, 2012; Mind the Graph, 2024).
Consideremos la medicina. Durante los últimos 50 años, la aplicación de políticas públicas basadas en evidencias rigurosamente científicas ha generado avances extraordinarios en la salud de las poblaciones (Universidad del Valle de México, n.d.).
Este éxito, logrado a través de rigurosos procesos de investigación y validación, demuestra el poder de la convergencia de la evidencia científica en la política pública.
En contraste, en muchas áreas de la política social, como la educación, la reducción de la pobreza y la prevención del crimen, los programas gubernamentales se implementan con escaso respeto por la evidencia, lo que resulta en un derroche de recursos sin siquiera mitigar los problemas a los que se dirigen.
Hacia la Convergencia Institucional
La idea de crear mecanismos de "gobierno de ciencia" como entidades separadas de los regímenes de trabajo actuales no parece plausible.
Sin embargo, los desafíos globales que enfrenta la sociedad en su conjunto requieren el diseño y la aplicación de políticas públicas de alcance mundial. Existen organismos de gobernanza global como la ONU, la OCDE y la OIT, cuyo propósito es coordinar la acción humana local hacia objetivos globales.
Estos han generado plataformas de estudio y diseminación de información abierta, diseñadas para facilitar negociaciones y acuerdos multinacionales.
A pesar de estos esfuerzos, los resultados finales han sido bastante pobres, y las amenazas y riesgos globales identificados desde el siglo XX persisten. La causa principal de la baja efectividad radica en el persistente escepticismo que no ha sido superado (Dialnet, 2008).
Los vacíos científicos, dejados en aras del utilitarismo, se reflejan en sesgos que debilitan el poder de convencimiento de las evidencias consideradas como científicas. La falta de convergencia entre las disciplinas científicas ha llevado a que los expertos se contradigan entre sí.
Regresemos al caso de los esfuerzos por descarbonizar la actividad humana.
Los efectos del uso de biomasa fósil han sido ampliamente estudiados, con evidencia sólida de que los gases de efecto invernadero producidos por la humanidad se suman a los generados naturalmente. Sin embargo, esa evidencia choca con la obtenida por científicos dedicados al estudio de la paleoclimatología, quienes argumentan que el exceso de esos gases se debe más a los ciclos inherentes del propio planeta.
Como resultado de los sesgos entre ambas corrientes, hemos perdido cuarenta años en debates sin sentido, en lugar de aprovechar la valiosa evidencia de ambas perspectivas. ¿Por qué los científicos involucrados en estos problemas no logran un consenso sobre lo que está mal y lo que funciona?
La convergencia de las ciencias a través de las evidencias solo se materializará cuando exista una instrumentación institucional dentro de los sistemas de gobernanza de la sociedad.
Estas instituciones deberán inducir a las universidades y a todos los centros de investigación, tanto públicos como privados, hacia la formulación de consensos normativos científicos.
Esto no solo eliminará el sesgo por fragmentación, sino que también multiplicará los esfuerzos deliberativos, ofreciendo los incentivos más apropiados.
Esos incentivos podrían incluir financiamiento preferencial para proyectos interdisciplinarios orientados a problemas globales, reconocimiento académico por la participación en la formulación de políticas basadas en evidencia, y el desarrollo de plataformas colaborativas que faciliten el diálogo y la síntesis de conocimientos diversos.